Saintes, pequeña ciudad francesa de la Nueva Aquitania, ya era una importante ciudad romana en el siglo I, cuando se llamaba Mediolanum Santonum y era capital de la Galia Aquitania. Desde entonces ha atesorado un patrimonio arquitectónico, fundamentalmente religioso, que hace de ella un lugar atractivo para quienes gustan de viajar a sitios interesantes no saturados por el turismo. Tres son sus principales focos de interés: la abadía de las Damas, la catedral de Saint Pierre y la basílica de Saint Eutrope.



A nosotros nos interesaba en primer lugar la abadía, que descubrimos en una visita fugaz en 2017. El Colega cumple 75 años este 2023, ha elegido celebrarlo aquí y alojarnos en el propio convento, en parte convertido en hospedería modernizando las antiguas celdas monacales lo imprescindible de manera que los baños son comunes. Releímos las críticas de los huéspedes que se habían alojado y en general eran muy elogiosas.
Lo dudamos, lo dudamos mucho, ya no tenemos edad -ni afición- para ir de mochileros por la vida pero, por otro lado, nos tentaba la experiencia de dormir en la abadía que tanto nos había gustado. Finalmente, entre confort y aventura elegimos esta y optamos por arriesgarnos. Nosotros somos viajeros, no turistas, nos dijimos. Ir al baño con el neceser y el albornoz será como volver a la época del internado, sugirió el Colega. Viajamos desde Burgos y reservamos dos noches.


Llegamos a media tarde. Dos jóvenes, que a su vez atienden la tienda de recuerdos del centro, nos dieron la llave de la habitación número 16 y la clave de acceso por si llegábamos después de las 8 de la tarde, cuando se cierra la puerta principal. Esta y la escalera son señoriales, como corresponde al antiguo cenobio. En la planta baja está el Conservatorio de música, el hotel ocupa la primera planta.
La abadía fue la primera creada en Saintonge, fundada en el año 1047. Situada bajo la autoridad papal, disfrutó de una situación muy saneada. Su abadesa fue una autoridad poderosa y respetada como cabeza de una institución muy influyente hasta la Revolución, pues aquí se educaban las jóvenes de las mejores familias.
Un siglo después de su fundación el monasterio fue reconstruido. Sería el comienzo de una vida azarosa. Fue asolada durante la guerra de los Cien Años durante los siglos XIV y XV y terminada de rematar por los protestantes durante las guerras de religión del siglo XVI. En 1648, un incendio acabó con lo que quedaba. Cuando se había restaurado el conjunto llegó la Revolución: en 1792 expulsaron a las monjas y la abadía quedó convertida en prisión.

En 1808 todo ello se cedió a la ciudad de Saintes para que lo utilizara como cuartel y prisión. Con la vuelta de los Borbones al poder todo estaba dispuesto para que retornara el culto a la iglesia y las monjas a la abadía. Intervino entonces el obispo de La Rochelle reclamando la autoridad sobre la abadía para evitar las difíciles relaciones que había mantenido con la la última abadesa, Madame de Parabère. Las monjas se negaron a depender del obispado y las instalaciones permanecieron como cuartel.
En 1924 Saintes compró la iglesia, cuando los ingenieros militares pretendían destruirla, la restauró y en 1939 la devolvió al culto. Los edificios abaciales, que habían sido abandonados, fueron restaurados entre 1970-1980, una parte de ellos se dedica a hospedería y el resto a actividades culturales, esencialmente vinculadas a las música.


Nuestra habitación era la última del largo pasillo por lo que tuvimos que recorrerlo de principio a fin bajo la emoción de pisar las instancias habitadas por las monjas benedictinas durante siglos o por prisioneros cuando aquellas se fueron.


Emocionados y felices nos encontramos con la primera sorpresa: una avería eléctrica había dejado sin luz a habitaciones y baños. ¡Mon dieu! Un chico se afanaba infructuosamente en resolver el problema.


Salimos a dar un paseo parando en primer lugar ante la iglesia abacial, de estilo románico de Saintonge que sirvió de modelo a otras edificaciones de la comarca. Es imposible no quedarse extasiados ante su fachada, orientada a poniente. Todo en ella es admirable, cada arquivolta, cada arco es una lección de escultura románica. De la puerta principal destaca la Dextera Domini -la mano de Dios- rodeada de ángeles, en la clave de la primera arquivolta. En la segunda, un Agnus Deis con los símbolos de los cuatro evangelistas. La tercera está ocupada por una sucesión de peleas y agresiones, que se interpreta como el martirologio de la iglesia primitiva.




En la arquivolta exterior se distribuyen 54 figuras sobre tronos, los 24 ancianos del Apocalipsis y los bienaventurados de la iglesia.

Sobre el crucero de la iglesia se levanta la torre campanario, obra del siglo XII, rematado en un chapitel cónico de escamas de piedra, habitual en la zona de Saintonge. El interior es de una sola nave, parece pobre, dada la exuberancia exterior.


No lejos de la abadía, en la misma orilla derecha del río Charentes, se levanta el arco de Germánico, erigido en el año 18 o 19 en honor del emperador Tiberio. El Colega observa que no siempre se puede pasar bajo un arco triunfal romano, así que pasamos bajo los dos ojos. El Museo Arqueológico conserva los restos de los tres primeros siglos de nuestra era.


Cenamos en una brasserie no lejos de la abadía, La Rive Droite. Nos atiende un tipo grandón y simpático que va cantando por las mesas, feliz de la vida. Cuando volvemos a la abadía solo la luna nos acompaña frente a la famosa portada. Nos quedamos todavía un rato, embelesados. Un ejército de canteros hubo de trabajar aquí durante años, repitiendo modelos, creando otros nuevos, transmitiendo mensajes que quizá aún no hayamos comprendido, deleitándose en su tarea.

Accedemos a la hospedería por la puerta lateral hasta el primer piso. Cuando me dirijo a uno de los abundantes baños que se distribuyen entre las habitaciones, cubierta con mi albornoz y calzada con las chanclas, me topo con un numeroso grupo de alemanes de avanzada edad que llegan en ese momento. Mi bautizo de albornoz no puede ser más concurrido. ¿Qué tal?, me pregunta el Colega cuando vuelvo a la habitación. En el baño no había nadie pero en el camino me he cruzado con una excursión de los residentes de Cocoon, le digo.
El desayuno es como si, efectivamente, hubiéramos vuelto al internado pero seis décadas después. Todos somos mayores, todos desayunamos parecido, muchos nos empastillamos.


Enseguida salimos a conocer Saintes. Desde la orilla del río se divisa la torre campanario de la catedral de Saint Pierre, de 58 metros de altura. Proyectada por alcanzar los 96 metros, las guerras de religión abortaron su culminación. Se cubrió con una cúpula de cobre que le da un aire peculiar. Cruzamos el Charente por la pasarela que nos deja a los pies de la catedral, en cuya plaza hay un meradillo, como todos los miércoles, donde las ostras son la mercancía principal.





Esta Saint Pierre que vemos se construyó siguiendo el estilo gótico flamígero en el siglo XV sobre una iglesia románica del siglo XII medio derruida, que a su vez se había levantado sobre otra del XI, destruida por el fuego. Los hugonotes, enfrentados a los católicos en la guerra de religión, la saquearon, destruyeron las capillas y el mobiliario, minaron los pilares de la nave, que era de 39 metros de altura, y martillearon la portada, destrozando la estatua de Carlomagno.



La reconstrucción se iniciaba en 1585 rebajado el proyecto por falta de recursos. La Revolución no dañó al edificio pero en septiembre de 1792 ejecutó al obispo, Pierre Louis de la Rochefoucauld, y a otros muchos eclesiásticos por negarse a jurar la nueva constitución. En el arco ojival de la portada se distribuyen ángeles, apóstoles, figuras del Antiguo Testamento, obispos, caballeros y constructores.


En el interior, la crucería de las naves ha sido sustituida por una cubierta de madera que, como en el coro, tiene aspecto de casco de barco. Desde 1852 comparte diócesis con La Rochelle y desde 1870 es basílica menor. Adosada a la catedral se abre el claustro de los canónigos con un jardincillo muy acogedor en el que se conservan algunas lápidas.




Para llegar a la basílica de Saint Eutrope, distante poco más de un kilómetro de la catedral, tenemos que preguntar dos veces porque, empeñados en callejear, nos perdemos. La primera vez nos indica la ruta un señor muy amable que asegura que vamos a disfrutar de un agradable paseo. Ascendemos por una escalera rodeada de casas con pequeños jardines llenos de flores. La segunda vez, el Colega entra a preguntar en el antiguo Hospital -convertido en pequeño museo- mientras yo hago fotos de la ciudad. Sale al cabo de un buen rato charlando animadamente con la responsable del centro quien nos indica el camino que tenemos que seguir, nos sugiere otros lugares para visitar y nos desea buena estancia.


Según nos ha indicado, seguimos la línea verde pintada en el suelo que une los lugares de peregrinación del Camino de Santiago y enseguida nos encontramos ante los muros de la basílica de Saint Eutrope, la otra joya de Saintes y del románico en Europa.


San Eutropio fue el primer evangelizador del lugar en los primeros siglos de la era cristiana, llegó a obispo pero sufrió martirio y su cuerpo estuvo perdido hasta que en el siglo VI unos monjes encontraron el lugar de enterramiento cerca del anfiteatro romano. En ese lugar se levantó un priorato cluniacense con una veintena de monjes que protegían las reliquias del obispo y organizaban la peregrinación a Santiago de Compostela. El Codex Calixtinus, escrito por Aymery Picaud en el siglo XII, ya aconseja a los peregrinos acudir a Saintes a visitar las reliquias.

En las guerras de religión se quemó el cuerpo del santo, salvándose su cabeza al ser enviada a Burdeos, y más tarde devuelta. La iglesia dedicada a San Eutropio se construyó a lo largo de varios siglos, desde finales del XI al XIX. El resultado es una mezcolanza de estilos: una cripta románica, una aguja del gótico flamígero, un coro gótico, una fachada neogótica del XIX. Durante este tiempo ha vivido toda suerte de desventuras.
Lo más llamativo del templo se encuentra tras una insignificante puerta que se abre en el muro: una cripta del siglo XI de tres naves de unos 35 metros de longitud y cinco de altura, una de las más grandes del medievo europeo. Maravilla románica que guarda el sepulcro con lo que resta de las reliquias del santo.







Sobre esta cripta se levantó una gran obra de 80 metros de longitud con el transepto en mitad del templo y la cabecera triabsidal. La segunda mitad, del transepto a los pies, fue destruida en 1803, sobre los restos se levantó la portada, ya en el siglo XIX.
El interior es de tres naves separadas por columnas entregas, algunas de ellas con capiteles de buena factura: una psicostasis donde San Miguel porta una balanza y dos demonios tiran del platillo de los pecados; un Daniel en foso de los leones y una pareja de sirenas con trenzas, de distinto taller que los anteriores. Remata la obra el campanario de 80 metros de altura.







El anfiteatro de Saintes se encuentro a un tiro de piedra de San Eutropio, junto a un pequeño y frondoso parque. Fue construido en el siglo I aprovechando los desniveles del terreno, con una capacidad para más de 12.000 espectadores. Durante la Edad Media se utilizó como cantera, a pesar de lo cual es uno de los mejor conservados de la Galia romana merced a sucesivas obras de restauración como la que nos encontramos nosotros impidiéndonos el paso. Actualmente se dedica a espectáculos y conciertos.


Saintes es una ciudad musical y armónica, plena de arte e historia, respetuosa con el medio ambiente. Allí celebramos el cuarto y mitad de siglo del Colega comiendo muy bien en la brasería que descubrimos al llegar. Llegamos a la hospedería cansados pero muy contentos, dispuestos a seguir nuestra ruta por el Poitou y la Aquitania francesa, ahora Nueva Aquitania.

En mitad de la noche me levanto al baño. En el corto espacio que separa la habitación del baño la luz se va encendiendo y apagando a mi paso, como si fuera mi propia aura. Pienso que si alguien me observara de lejos, con mi albornoz blanco y arrastrando los pies con las chanclas, creería estar viendo un fantasma nocturno, el alma en pena de una de las monjas, y me da la risa.
Por la mañana, mientras me ducho, oigo un zureo cercano. Al salir de la ducha encuentro en la ventana una paloma que me mira con descaro mientras prosigue su cantinela. Como es aún temprano para el desayuno, bajo a despedirme de esa portada maravillosa de la iglesia abacial, compendio de la escultura románica. Estar sola en el compás de la abadía de las Damas de Saintes, ¡qué hermoso privilegio!






Fotos: ©Valvar



Precioso y entretenido. Me imagino el alma en pena!!!
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