Estambul (II)

No es posible enumerar los palacios, residencias, museos o mezquitas que se alzan en Estambul. Para conocer la ciudad, solo cabe salir a sus calles, caminar o utilizar su bien dotada red de transporte público -tranvías, autobuses, trenes, funiculares con los que superar sus mil colinas – recorrer sus plazas, navegar en sus barcos y, sobre todo, hablar con sus gentes. Pues, a su enorme riqueza arquitectónica y arqueológica Estambul une un patrimonio tan fecundo como aquél: su gente.

Una amalgama étnica, religiosa y cultural, con un censo que supera los 16 millones de habitantes, la mayoría musulmanes, pero también cristianos, judíos y laicos. De ahí que en la ciudad convivan sinagogas, iglesias y mezquitas, barrios judíos y ortodoxos, cementerios hebreos, cristianos y musulmanes.

Se diría que los estambulíes se levantan cada día con el único propósito de hacer la vida más grata al visitante. No importa si éste se ha perdido en una calle sin nombre y no conoce más idioma que el propio, siempre habrá alguien que le ayude a salir del atolladero o un conductor de autobús que adelante la parada para que el viajero encuentre más fácilmente su destino. El idioma no parece ser un problema en una ciudad cuyos habitantes llevan siglos dedicándose a traficar con toda suerte de mercancías y con gentes de todos los países conocidos.

Buena muestra de esta capacidad mercadera es el Gran Bazar, en Beyazit, que acoge más de 4.000 tiendas distribuidas en 80 calles en las que el visitante encontrará antigüedades, alfombras, artículos de cuero, tejidos, joyas, cerámica y mil y un objetos de regalo. Podrá también, si lo desea, hacer una pausa en cualquiera de los bares o restaurantes dentro del propio Bazar y tomar un té o café turcos. O acercarse al mercado de libros cercano.

En Eminonu, frente al Puente Gálata, se abre el Bazar Egipcio o de las Especias. Una sinfonía de aromas y colores donde encontrarás todo tipo de condimentos, tés y dulces, además de otras exquisiteces, como caviar iraní. Lo difícil es soslayar las múltiples sugerencias que se te brindan para degustar las delicias que le salen al paso.

Las calles de Estambul son un continuo fluir de gentes, naturales y visitantes. En ellas encontramos familias que acompañan a niños disfrazados de príncipes, como de primera comunión, que celebran la fiesta de la circuncisión, la entrada en la adolescencia, paso previo a la admisión al mundo de los hombres. El niño posa, marcial y valiente, en su ceremonia de abandono de la niñez, a punto de ser circuncidado.

¿Y las mujeres? Son muchas, cada vez más, las que cubren su cabeza como prescribe el Islám y algunas que cubren su rostro dejando apenas espacio para los ojos, un proceso que ha ido en aumento en los últimos años. A pesar de la amabilidad general de los estambulíes y su disponibilidad a ser fotografiados, sea el joven que trabaja un telar, el vendedor de mejillones y aún los cientos de gatos que pululan por sus calles, la actitud es de reticencia cuando se trata de mujeres. Son contradicciones en una ciudad en la que coexisten monumentos milenarios y edificios ultramodernos y en la que a diario se cruzan un vendedor ambulante de verduras y un ejecutivo que trabaja en su ordenador portátil en una zona wifi libre.

El Bósforo es un brazo de agua que se comunica con el Mar de Mármara por el sur y con el Mar Negro por el norte, lame Asia por el este y Europa por el oeste. Estambul se mira en sus aguas y ve en ellas reflejados sus penas y sus gozos, su pasado y su futuro. El Bósforo se puede cruzar a través de dos puentes y de las muchas líneas de barcos que comunican la parte europea y la asiática de la ciudad. Los domingos, los estambulíes abarrotan los barcos y los pueblos de su litoral.

Tratando de imitar a los habitantes de la ciudad, nos embarcamos en un crucero por el Bósforo. La travesía permite admirar los enormes rascacielos de la ciudad moderna cuya sombra cae sobre las mezquitas y yalis o villas de verano, casonas y palacetes, algunos de la época otomana, que se alinean a ambas orillas y saborear los tés que sirven los camareros en los barcos que hacen el trayecto. Dos edificaciones nos deslumbraron especialmente: el palacio de Dolmabahce, construido en 1843 como residencia de verano del visir, convertido actualmente en museo. Tiene 248 dormitorios y unas 2.700 ventanas; y Rumeli Hisari, la fortaleza de Europa, levantada en el año 1452 y considerada ejemplo de arquitectura militar.

El trayecto dura dos o tres horas, pero ¡qué horas! Será porque somos dos chicos de provincias, será porque de niños a ambos aprendimos los versos de Espronceda –Con cien cañones por banda, / viento en popa a toda vela, / no corta el mar, sino vuela / un velero bergantín; / bajel pirata que llaman, / por su bravura, el Temido, / en todo mar conocido /
del uno al otro confín
– ambos nos emocionamos. Y cuando de vuelta el barco avista el muelle de Eminonü, nos sentimos como el capitán pirata: “cantando alegre en la popa, / Asia a un lado, al otro Europa / y allá a su frente Estambul”. Emocionados perdidos.

De vuelta a tierra encontramos la Estación de Sirkeci, construida para recibir a los viajeros que llegaban en el Orient Express, definido como “tren de reyes y rey de trenes”, que partía de Paris y aquí rendía camino después de haber recorrido Europa. De aquel esplendor apenas queda otra cosa que el recuerdo y una máquina de vapor aparcada en una esquina de la estación. Su último viaje fue en 1977.

Los camareros del bar de Sirkeci nos atendieron con el mismo esmero que debieron atender a los visitantes ilustres que llegaban desde el cercano andén. Las botellas de champán Moet Chandon que ornan la barra fueron descorchadas hace muchos, muchos años.

El muelle de Eminonü es el lugar de embarque de los buques que hacen las travesías locales. Abundan allí los puestos de venta ambulante donde puedes comprar una rosca de simit cubierta de sésamo o mejillones. También hay puestos de bocadillos de pescado. El Colega, que es un exquisito, se negó a probar uno. Él se lo perdió porque estaba buenísimo.

Desde Eminonü se llega al puente Gálata, que comunica con la parte moderna de la ciudad, por donde pasa la vida entera de Estambul. Cientos de estambulíes se agolpan en las barandillas con sus cañas de pescar.

Debajo de este piso del puente hay un segundo nivel poblado de tiendas y restaurantes. Una noche cenamos en uno de esos restaurantes, donde convierten la presentación de los sabrosos pescados y mariscos en un espectáculo.

Cerca del puente la Torre de Gálata se alza poderosa en la zona moderna del lado europeo, como un faro que observara la vida de Estambul. Sus 61 metros de altura (140 sobre el nivel del mar) se levantan sobre la colina del Gálata en el barrio de Beyoglu, dominando la vista del Mar de Mármara, el Cuerno de Oro y el Bósforo. Construida en 1348 por los genoveses como torre defensiva, fue prisión de guerra con los otomanos y posterior atalaya de incendios. Hoy está al servicio de turistas y viajeros que encuentran en ella una magnífico observatorio para contemplar la ciudad. Se accede directamente en ascensor al noveno piso, donde hay un restaurante en el que reponer fuerzas, que en horario nocturno ofrece música en vivo y bailes tradicionales.

Dice un proverbio turco que uno no puede considerarse totalmente dichoso hasta que no ha disfrutado de una puesta de sol desde la Torre Gálata. A la luz dorada del atardecer contemplamos la llanura de agua del Mármara y del Bósforo, las ondulaciones del Cuerno de Oro y de la vieja Constantinopla, la antigua y la moderna Estambul, y damos la razón al proverbio.

Entre la Torre Gálata y la calle Istiklal se encuentra el mítico hotel Pera Palas o el monasterio de Mevlevi, donde danzan los derviches auténticos. El hotel Pera Palas fue construido en 1892, para acoger a los pasajeros del Orient Express. Se cuenta que en la habitación 411 Agatha Christie escribió su novela “Asesinato en el Orient Express”.

La calle Istiklal o de la Independencia es la gran arteria de la ciudad, de tres kilómetros de longitud, en una sucesión de cafeterías, restaurantes, cines, teatros, discotecas y multitud de tiendas tradicionales y modernas. En ella se levanta un monumento que recuerda los primeros cincuenta años de la república, creada en 1923.

En esta calle se abre el histórico Pasaje de las Flores, de azarosa vida, como la propia ciudad. Inicialmente diseñado como Teatro Naum, resultó muy dañado en el incendio que sufrió el barrio de Pera en 1870, fue reconvertido luego en centro residencial y comercial de estilo parisino, con el nombre de Cité de Pera. Después de la Revolución rusa muchas mujeres de la nobleza obligadas al exilio se transformaron en vendedoras de flores, acabando reunidas en la Cité de Pera, que así pasó a llamarse Pasaje de las Flores. El edificio fue prácticamente reconstruido en los primeros años del siglo XXI, convertido en complejo gastronómico y de ocio. Aunque las floristas desaparecieron hace décadas, ha conservado el nombre.

La calle es peatonal con la excepción de un vetusto tranvía –llamado Nostálgico- que realiza el trayecto para quienes, como nosotros, aprovechamos para descansar un rato y rememorar los viejos transportes.

Taksim significa distribución porque desde 1732 de este punto se distribuía el agua a la ciudad desde 1732. Hoy es la frontera entre el Estambul tradicional y turístico y la ciudad moderna de altos rascacielos y marcas y franquicias internacionales. Es una amplia explanada bordeada por grandes edificios tan notables como el Centro Cultural Ataturk o el Hotel Marmara. En el centro se alza el monumento a la República, grupo escultórico encabezado por Kemal Ataturk, considerado padre de la nación.

La antigua Constantinopla es, quizá con Jerusalén. Dondequiera que mires hay una imagen que colocarías en las páginas de un periódico. Estambul es una ciudad y son muchas ciudades, es Asia y es Europa, es laica y es musulmana, es moderna y tradicional. En Estambul, te sientas en cualquier lugar y ves pasar el mundo y la historia ante tus ojos.

Huelga decir que nos trajimos cientos de fotos: las vistas desde el lado asiático, adonde pasamos un día,

su Universidad; el carro-tienda inverosímil, el limpiabotas, tan parecido a los de cualquier punto del mundo, que bien podría prestar sus habilidades en la Gran Vía madrileña o el vendedor del Bazar de las Especias, adelantado en las técnicas del buen vendedor que conoce a su clientela, -Teruel existe y Soria ya, reza el cartel-.

Pero la imagen que mejor refleja nuestro viaje está hecha desde la terraza del hotel donde nos alojábamos, a medio camino entre la Mezquita Azul y la ribera del Mar de Mármara, en cuya terraza nos refugiábamos a la caída de la tarde mientras se anunciaban las llamadas del muecín, primero de la mezquita de Sultanahmed, potente, poderosa, y luego de la que llamábamos la mezquita pobre, cerca del mar.

Desde aquel mirador privilegiado veíamos encenderse la iluminación de la gran mezquita mientras el sol se apagaba en el horizonte y los barcos se convertían en pequeñas luciérnagas sobre el agua.

El colega, que es buen relaciones públicas, había entablado amistad con el maître del hotel hasta el punto de que, tras servirnos la cena en la terraza, le traía un coñac turco, en una país donde el consumo del alcohol está si no prohibido, mal visto.

No sé cómo se sentirían los visires en su palacio de Tokapi pero dudo que fueran más afortunados que nosotros.

A ese estado de plácida euforia corresponde la foto. Sólo de vuelta a casa nos percatamos de la superposición de imágenes: allá al fondo, la costa turca asiática, el mar, los barcos, más cerca, el alminar de la mezquita pobre y la silueta de Sultanahmed reflejada en el cristal protector de la terraza. Un compendio del oasis estambulí en medio de una ciudad vertiginosa, hermosa y contradictoria como pocas, de la que Napoleón dejó dicho: “Si la Tierra fuese un solo estado, Estambul sería su capital”.

Fotos: ©Valvar

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