San Andrés del Arroyo

El monasterio de San Andrés del Arroyo es un lugar paradógico. Por un lado, la extraordinaria belleza de su claustro exalta el ánimo; por otro, la quietud del lugar aporta paz al espíritu. Nueve siglos de historia encerrados en una ciudad de mujeres, un paraje fuera del tiempo.

Este cenobio es una pedanía de Santibáñez de Ecla, en la provincia de Palencia, tan pródiga en construcciones románicas, no lejos de Santa María de Mave, Santa Eufemia de Cozuelos o Santa María la Real de Aguilar, por señalar los más conocidos entre los monasterios palentinos. Cualquiera de ellos merece una visita detenida pero a nosotros nos gusta especialmente el de San Andrés, vete a saber por qué, y raro es el verano que no nos acercamos con la excusa de comprar unas pastas de las monjas o sin excusa alguna.

En nuestras sucesivas visitas hemos pasado por todas las fases. La primera vez, hace décadas, estaba totalmente prohibido hacer fotos. La monja que ejercía de guía no perdía ojo de las cámaras, de manera que había que aprovechar el mínimo descuido o colocarte en un ángulo ciego para disparar. Alguna bronca me he ganado por esta causa. Luego se abrió la mano y la monja guía de turno esperaba, incluso, a que los visitantes nos explayáramos con la cámara. Desde 2017 la tecnología ha entrado en el monasterio y ya no hay monja-guía. Cuatro pantallas táctiles y otros tantos audios en español y francés ilustran sucintamente a los visitantes sobre el origen histórico y las características arquitectónicas del lugar.

La fundadora de este monasterio fue doña Mencía de Lara, hija de Lope Díaz de Haro, señor de Vizcaya y alférez del rey Alfonso VIII, y de su segunda esposa, Aldonza Ruiz de Castro. En 1170, poco antes de morir el padre, el matrimonio fundó el monasterio cisterciense de Cañas (La Rioja) y allí se refugió la condesa viuda con su prole; de él salió Mencía en 1171 para casarse con el conde Álvaro Pérez de Lara, miembro de una de las familias más poderosas de su tiempo. Los Lara y los Haro, cuidadores y protectores de Alfonso VIII en su minoría. El matrimonio fue breve, pues el marido murió en 1172. Mencía, mujer bien dotada de bienes e inteligencia, decide crear su propia fundación: San Andrés del Arroyo.

La proximidad familiar y de la propia Mencía al monarca propició que ella le prestara dinero para la guerra y él la favoreciera con donaciones para el monasterio. La primera de estas donaciones tiene fecha de 1181 y se refiere a propiedades y tributos radicados en tierras de Burgos. Le seguirán otras en 1190 y en 1199, cuando le dona el monasterio de San Pelayo de Perazancas de Ojeda, o en 1210, con la exención del pago de portazgo en todo el reino de Castilla. “He por ruego de nuestra amiga doña Mencía, onrada condesa que siempre amamos e por sus merecimientos de lealtad facemos carta de donación a Dios al monasterio de Sant Andrés de Arroyo e a bos doña Mencía condesa y abadesa”, deja escrito Alfonso VIII como prueba de su consideración.

Tal era su estima que, a la hora de dictar testamento, el rey la nombra albacea, la única mujer junto a personajes de la talla de los arzobispos de Toledo, Rodrigo Jiménez de Rada, y de Palencia, Tello Tellez de Meneses, o del mayordomo real, Gutierre Ruiz Girón.

Se desconoce la procedencia de la primera comunidad monástica de San Andrés, que bien pudo llegar del monasterio de Amaya, donado por el rey a Mencía en 1173, o de Cañas, fundado por sus padres. Es el hecho que la condesa participó en 1189 ya como abadesa en el cónclave convocado por los reyes en el monasterio de las Huelgas de Burgos, fundado por Alfonso VIII y su esposa, Leonor Plantagenet.

Las donaciones reales, además de las aportaciones de las damas que ingresaban en el monasterio, hicieron de San Andrés del Arroyo un señorío de abadengo que se extendía por la comarca de la Ojeda, con privilegio de horca y cuchillo. Se cree que las obras del monasterio se iniciaron en 1180 y se prolongaron durante años, atrayendo un importante número de canteros, que aquí desarrollaron su ingenio y sus conocimientos. La iglesia se consagró en 1222.

Son unos años de gran producción artística en esta zona palentina. En San Andrés trabajaron dos grupos de canteros, uno en el claustro, la iglesia y dependencias monacales y otro, en la sala capitular. Algunos investigadores creen ver la mano del mismo maestro Ricardo que trabajó en las Huelgas y, quizá, en Santa María la Real de Aguilar. De donde quiera que procedieran los canteros que trabajaron en San Andrés, no cabe duda de que aquí alcanzaron el cénit de su inspiración.

No se conoce con certeza la fecha de la muerte de la abadesa Mencía, el último documento en el que aparece su nombre data de 1236. El tiempo fue sepultando en el olvido su memoria y al monasterio en la decadencia. Exclaustradas en la Desamortización de Mendizábal, las monjas vuelven al convento veinte años después y allí siguen. La edad de la comunidad y la falta de vocaciones son ahora su peor enemigo. El monasterio es monumento histórico artístico desde 1931 y Bien de Interés Cultural. En los últimos años se ha sometido a sucesivas obras de restauración.

Lo primero que el visitante ve al traspasar el arco de la muralla del monasterio es un rollo jurisdiccional del siglo XVI, trasladado desde el cerro próximo conocido como Cerro de la Horca, testimonio del privilegio y poder de las antiguas abadesas.

A la izquierda, adosado a la muralla, se levanta una espadaña tardorrománica, que coronaba la “capilla de ajusticiados”, donde pasaban sus últimos momentos los condenados. Un cartel más reciente señala el lugar como “Capilla de Forasteros”.

En ese punto el visitante puede elegir entre la iglesia, a la izquierda, las dependencias monacales y el claustro, a la derecha.

La iglesia sigue el modelo de las Huelgas de Burgos en el pórtico lateral, la cabecera en ábside poligonal con bóveda de cuarto de esfera y dos capillas cuadradas de crucería simple. El coro de las monjas ocupa el espacio de la nave.

Como en toda construcción cisterciense, sigue las normas de la reforma impulsada por Bernardo de Claraval, que en su propósito de recuperar el ascetismo inicial de la Orden de Cluny, rechaza las pinturas murales y la escultura figurada. Aunque, quizá, algún tallador olvidó la norma.

Con todo, lo mejor de San Andrés está al final del camino de la derecha, por donde se accede al claustro, en el que también se aprecia la influencia de las Claustrillas de las Huelgas. El visitante ha de llegar advertido de que aquí va a encontrar una pequeña maravilla, la obra de canteros diestros e inspirados. Una treintena de capiteles decorados con profusión de frutos, helechos y hojas de acanto que se entrelazan con tallos. De este conjunto destacan las columnas situadas en las esquinas a derecha e izquierda de la panda oeste o la celosía que decora la fuente, una filigrana sin principio ni fin, como la eternidad.

La utilización del trépano y la ova, que identifican el estilo andresino, se extendió a otras construcciones de la comarca.

La elección de los motivos ornamentales no es casual. El acanto representa el temor a la condenación, el helecho, la humildad y la lucha contra el mal.

La sala capitular se abre a la panda oriental, esta ya plenamente gótica. Los grupos de columnas que delimitan la sala tienen la particularidad de estar tallados en una sola pieza.

Su cubierta es de bóveda de crucería cuyos nervios confluyen en una clave de bóveda de decoración vegetal, simplemente espectacular.

En este espacio, presidido por la imagen del Santo titular, descansan los restos de la abadesa Mencía y de su sobrina y sucesora, María. El sepulcro de la fundadora está decorado con el escudo de los Lara, con el báculo abacial grabado en la piedra. En el frente, escenas de la vida de Cristo: la Anunciación, el Nacimiento, la Adoración de los Reyes, la Crucifixión. En un extremo aparece una mujer orante que se ha identificado como la abadesa Mencía.

La vida de la segunda abadesa sigue la línea de la fundadora. María era hija de Diego López de Haro y de Toda Pérez de Azagra. Entró en el convento al enviudar de su marido, Gonzalo Núñez de Lara. Conservó los privilegios obtenidos por su tía y aún alcanzó otros de Alfonso X y donaciones particulares, sin alcanzar la prosperidad de la fundadora.

Con todo, el lugar encierra un encanto que atrae, más allá de lo que los ojos y la razón son capaces de captar. Una mañana de mayo de 2013 acudimos a visitar el monasterio con tan buena fortuna que en un cielo azul como solo es posible en Castilla aún era visible la luna junto a la espadaña mientras una bandada de pájaros entonaba sus trinos entre los árboles. Vámonos enseguida, le dije al Colega, no vaya a ocurrirnos como a San Virila en Leyre, que se embelesó tanto con la belleza del lugar y el cantar de los pajarillos que se le pasó el tiempo y cuando quiso volver al monasterio habían transcurrido 300 años.

Nuestra última visita -agosto de 2023- coincidió con el fallecimiento de una de las monjas, ya nonagenaria. Doce religiosas quedaban en la comunidad en esas fechas. Ay, si doña Mencía levantara la cabeza.

Fotos: ©Valvar

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