Carcasona

Carcasona es una ciudad doble: la Cité o fortaleza medieval, la más grande y mejor conservada de Europa, y la que se extiende fuera de esos muros, una pequeña ciudad provinciana francesa, con su iglesia de San Vicente y sus baluartes.

Esta ciudad es la primera parada del periplo por tierras del midi francés que hicimos en la primavera del 2016. Algo más de dos mil kilómetros en quince días, con salida y llegada en Burgos. Elegimos el itinerario a partir del deseo del Colega de ir a Moissac y el mío de ir a Conques, ambos lugares vinculados al Camino de Santiago y, ambos también, referentes en el románico francés. Luego, sobre la marcha, el Colega añadió una visita a los coliseos romanos de Nimes y Arles. Si llegamos hasta Arles, no vamos a irnos sin dar un paseo por la Camarga, propuso el Colega, que es muy dado al mundo animal y vegetal. No como yo, que me atacan hasta los mosquitos domésticos y me atasco en un surco. Y así, llegamos a Albi, Avignon, Conques, Rocamadour, Rodez, Saint Gilles, Cahors, Moissac y Toulouse.

Como la excursión coincidía con la Eurocopa, no fue fácil encontrar hoteles -siete en total- que reunieran los requisitos que reclamamos en nuestras salidas, a saber, que sean céntricos, que tengan conexión a internet y aparcamiento para el coche y que sean mínimamente decentes. Si hay que optar, por el mismo precio preferimos un hotel de tres estrellas al lado de la plaza mayor del pueblo, que uno de cinco en las afueras. Casamos finalmente fechas y alojamientos y nos pusimos de viaje con la ilusión de dos adolescentes.

Carcasona fue una incorporación de última hora para no hacer demasiado larga la etapa hasta “las aldeas galas” de Astérix; fue una decisión acertada porque la ciudad merece una visita. La Cité original es la ciudadela medieval, el emplazamiento primitivo, constituida por el castillo y sus murallas. La puerta de Narbona, del siglo XIII, con dos torres contrafuertes, tiene acceso con vehículo, pero a la puerta de Aude, también del siglo XIII, solo se puede llegar por la cuesta desde la calle Barbacane.

Aparcamos el coche junto al puente medieval y subimos a pie por la puerta de Narbona. Encontramos una ciudad tomada por un aluvión de turistas, que entraban y salían en las innumerables tiendas que se abren en casi cada edificio de las calles principales que cruzan la Cité.

La primera fortificación de este estratégico alto se atribuye a los romanos, luego pasaron por aquí los visigodos y los árabes, a los que expulsó Pipino el Breve. Pero, el santo y seña de Carcasona es el apellido Trancavel, vizconde de Albi y de Nimes, aliado y enemigo, sucesivamente, de los condes de Barcelona. Los Trancavel fueron amos y señores del lugar, llegaron a enfrentarse al rey de Francia y salieron perdedores en el trance.

Siguiendo la calle del Vizcomte Trencabel, que parte de la plaza del Chateau, desembocamos en la basílica de Saint Nazaire, la joya del casco antiguo, una mezcla de románico y gótico, con unas vidrieras que, dicen, son “las más preciosas del Midi”.

La ciudadela fue plaza fuerte de los cátaros, hasta que, a comienzos del siglo XIII, el papa Inocencio III dictó la cruzada contra los albigenses, los herejes cátaros, el conde Simón de Montfort tomó la ciudad, hizo prisionero al Trencavel de turno y se nombró nuevo vizconde. Poco después, Luis IX, el San Luis de los franceses, la transformó en fortaleza real y cabeza del sistema defensivo en la frontera franco-española. En 1240, otro Trencavel intentó recuperar el poder pero fue derrotado de nuevo.

En 1247, con los Trencaveles sometidos, el rey Luis IX, perdonó a los levantiscos y les permitió volver a la ciudad, a condición de que permaneciesen en la orilla occidental del río. Así nació la ciudad baja o Bastida de San Luis, construida en forma de damero.

En la Guerra de los Cien Años, Eduardo de Inglaterra, el Príncipe Negro saqueó la ciudad baja, al no conseguir tomar la fortaleza, que se consideraba inexpugnable. En 1590, la ciudad fortificada no reconoció la autoridad de Enrique IV porque era hugonote. Sí lo hizo la Bastida, enfrentándose ambas en una demostración local de las guerras de religión que vivía Francia. Con el tratado de los Pirineos de 1659 la ciudad perdió su condición de puesto fronterizo y paulatinamente entró en decadencia, sobreviviendo con la producción de paños. En el siglo XIX la ciudadela se utilizó como cantera.

Empero, la Cité que nos encontramos luce esplendorosa. Se trata, en verdad, de una reinterpretación de lo que fue o pudo ser debida a los románticos del siglo XIX, empeñados en reivindicar los esplendores pasados. El erudito local Jean Pier Cros-Mayrevielle y el mismísimo Prosper Mérimée, el de la Carmen de España, lanzaron una campaña por la recuperación de la ciudadela y el arquitecto Violet le Duc -que en materia de arquitectura era el perejil de todas las salsas- se aplicó en su restauración. Se aplicó tanto que convirtió el castillo en un prototipo avant la lettre de Walt Disney, empezando por cubrir los pináculos de las torres con teja de pizarra, material poco frecuente en la zona. En las últimas décadas, se ha iniciado un proceso de adecuación a lo que se supone fue la Cité, rebajando la altura de los pináculos y cubriéndolos con teja roja, propia de la construcción local. En nuestra visita pudimos contemplar versiones de una y otra interpretación.

El interior del castillo se puede visitar pero, en nuestra opinión, lo mejor está en el exterior, en las viejas casas de la Cité, en sus callejas estrechas. A la espera de que se desalojara de turistas, dejamos la ciudad medieval, atravesamos el puente viejo sobre el río Aude. y nos trasladamos a la ciudad baja, la Carcasona donde vive y trabaja la gente.

Visitamos la iglesia de Sant Vicente, en la que destaca un campanario del siglo XV. Las antiguas campanas fueron fundidas y sustituidas por un carillon de 54 campanas que, dicen, es la gloria de la comarca. Otro motivo de orgullo ciudadano son sus baluartes, las murallas con las que se defendieron durante las guerras de religión.

Carcasona, pequeña ciudad provinciana, tiene apariencia de vieja dama que pasea con dignidad, un poco decadente, sus antiguas glorias. En torno a la plaza Carnot, con su fuente de Neptuno en el centro, los vecinos se movían sin prisas aparentes y tomaban refrescos en los muchos veladores que se extienden por la plaza. Nos unimos a ellos y hubiéramos compartido esa sensación de placidez de no haber sido porque al Colega, que acababa de estrenar dientes, le había salido un flemón que amenazaba darle el viaje. Nos dirigimos en busca de alivio a la farmacia que había en la misma plaza. Contamos la situación a la farmacéutica, quien se apiadó de él y le proporcionó un antibiótico sin receta. Que los dioses la bendigan. Encontramos una inscripción que describía nuestro ánimo: La vida es bella.

Por Carcasona pasa el Canal del Midi, en sus orígenes Canal Real del Languedoc, una vía navegable que desde Toulouse comunica el Garona con el Mediterráneo, por un ramal, y por otro, une Toulouse y Burdeos, de ahí su nombre de Canal de los dos Mares. Es el canal navegable en funcionamiento más antiguo de Europa, declarado Patrimonio de la Humanidad. Un vecino con el que pegamos la hebra nos contó que el tramo de Carcasona no pasaba por sus mejores momentos debido a una plaga que afectaba al arbolado de sus riberas, a pesar de lo cual muchos franceses y visitantes se desplazan a través de esta vía fluvial o pasan sus vacaciones en algunos de los barcos que navegan por ella.

Tras el paseo por la ciudad nueva, al caer la tarde volvimos a la Cité. Desalojada de turistas de urgencia, el castillo reunía a los visitantes en las terrazas de sus plazoletas, donde tampoco cabía un alma más. Eran, se supone, los ocupantes de los hoteles que pueblan la Cité, convertida en parque temático turístico.

Buscamos un lugar más tranquilo y recalamos en la Maison du Cassoulet. Como se infiere, el rey es el cassoulet, un guiso occitano de alubias blancas y carne de ave, generalmente pato, que aquí sustituyen por perdiz. A la sombra de las venerables piedras, el Colega da buena cuenta de su condumio. Buscando algo más ligero, pido un magret de pato con salsa de higos, simplemente bueno. Como el Colega se ha empeñado en que pruebe su cassolet, pido al camarero un licor digestivo y me sugiere un armañac. Así descubrí mi licor digestivo favorito. Si no me ayuda a la digestión, al menos me duerme.

De camino al hotel, callejeamos un rato por la Cité y nos detenemos ante el pozo grande, el más antiguo de los dos que surtían de agua a la ciudad fortificada. La leyenda afirma que el pozo escondía un tesoro y, racionalistas como son los franceses, en 1910 realizaron una excavación arqueológica en busca de las riquezas ocultas, con resultado negativo.

Cuando abandonamos el castillo por la puerta de Aude alcanzamos a disfrutar de una hermosa puesta de sol que dora las piedras de la Cité.

El hotel está situado en la calle Barbacane. Al exterior, es un edificio sin atractivo, incluso un punto sombrío, pero tan pronto como se abre la puerta, muestra un lugar acogedor, muy confortable, con una piscina en el centro de un jardín que invita a quedarse. Desde el vestidor de nuestra habitación se alcanza a ver la silueta iluminada del castillo. Con esta imagen cerramos nuestra primera etapa por las rutas galas.

Fotos: ©Valvar

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