Venecia

Venecia es una ciudad que descansa en el subconsciente del alma viajera. La ciudad de los canales, la perla del Adriático, toda ella un museo al aire libre, una mezcla de arte bizantino, gótico, renacentista, barroco. Un mito que obliga a reconsiderar el valor de viajar según adónde.

Esta peculiar ciudad lacustre, formada por 118 canales y más de 400 puentes, sostenida por pilotes de madera, fue una ciudad-estado, la más poderosa en el comercio marítimo en el Mediterráneo, encrucijada entre grandes imperios, pionera en el comercio con China. También conocida como La Serenísima, fue capital de la República de Venecia, gobernada por un dux o dogo. En el siglo XIX dependió de Francia y de Austria, hasta que en 1866 pasó a formar parte de Italia.

Nosotros llegamos a Venecia recién jubilados, en un viaje que compartimos con Florencia, la ciudad de mis amores. Como todos sus visitantes, llegamos con el propósito de descubrir y disfrutar el encanto de esta ciudad, polo de atracción de millones de viajeros de todo tiempo y lugar antes que nosotros.

Nos alojamos en el alloggi Santa Sofía descubierto tiempo atrás por una amiga que nos pasó la dirección a las demás. Tuvimos una entrada algo desalentadora: nos costó encontrar la Trattoria da Rino, donde debían darlos las llaves de la habitación, y, cuando acabábamos de deshacer las maletas, nos informaron de que había una avería en el agua caliente, que no se arreglaría hasta el día siguiente. Nos ofrecieron un estudio en la planta baja, más grande que el anterior y con patio particular, aunque con algún mosquito cadáver. Luego comprobamos que los mosquitos son una constante en esta ciudad lacustre. Salimos ganando con el cambio, amén de que el lugar no puede ser más céntrico, a la espalda de Ca d’Oro.

La tarifa del alloggi incluía el desayuno, que se servía en la Trattoria Rino. El tal Rino era el patriarca de la familia. Sentado en una mesa junto a la puerta, hacía los honores de la casa a los visitantes. El alma del establecimiento era la mujer, el prototipo de esposa italiana, amable, cercana, atenta a todo. Observó nuestro desayuno y al segundo día nos ofreció un tarro de una mermelada hecha por ella misma. Por lo que pudimos colegir, las hijas se encargaban de la gestión del alloggi. Bien desayunados, cada día nos disponíamos a emular a Marco Polo: el descubrimiento de nuevas tierras y aguas.

Habíamos sacado sendos pases para los vaporettos de una semana, el tiempo que permanecimos en Venecia. Al pagarlo puede parecer caro, pero en nuestro caso los amortizamos bien amortizados.

En una ciudad tan peculiar, distinta a todo lo que conocíamos, la primera tentación es querer descubrir todo de golpe. Craso error, en pocos lugares como este conviene organizarse bien. Principalmente, para procurar no coincidir la visita a los lugares famosos con los horarios turísticos. Muchos de los visitantes pasan en la ciudad solo las horas centrales del día, luego siguen su itinerario a otro lugar. En todo caso, basta alejarse un poco del Gran Canal y adentrarse en la ciudad de los venecianos, la diaria, que es casi silenciosa, moderada, algo pobre pero digna.

La primera vez que llegas a la plaza de San Marcos causa impresión, entiendes que Napoleón la considerara el salón más bello de Europa. Por muy preparada que vayas la realidad es impactante: por su riqueza, por su magnifcencia, por su belleza. La Venecia del Gran Canal y de San Marcos, llena de gentes de todas las lenguas, da una idea de lo que tuvo que ser en tiempo del dogo, cuando San Marcos era su capilla privada. Salvo que ahora las palomas pasan rasándote, y las cuadrillas de chicos y chicas quinceañeros, una legión de zangolotinos/as que llegan hasta aquí armando ruido, aturden con sus voces.

Volvimos varias veces a horas menos concurridas y pudimos disfrutar de la grandiosa hermosura de San Marcos. El interior de la basílica, a pesar del tráfico humano que lo transita, da una cierta sensación de recogimiento, son admirables los panes de oro, el suelo de mosaicos, las cúpulas. Un edificio de clara influencia oriental, testimonio de las relaciones permanentes de paz y guerra con Constantinopla. Visitamos la Pala d’Oro y el pequeño museo donde se exhiben los caballos de bronce originales, copias de los cuales se han ubicado en una terraza de la fachada, traídos de Estambul. El mirador donde están ancladas las copias tiene el suelo de mármol y, aunque un poco peligroso si está mojado, ofrece una perspectiva amplia de la plaza y del palacio Ducal.

El Colega se llevó un sofoco al ver a dos cuidadores del museo echando un pitillo recostados en las esculturas de los tetrarcas, situados en una esquina de la basílica. Este grupo de cuatro emperadores romanos del siglo IV, realizado en pórfido, fue traído también de Constantinopla en el siglo XIII.

El Campanile de ladrillo era la torre de vigilancia desde la que se divisaban los incendios y la llegada de los buques. Frente a la elegancia del palacio ducal, el Campanile parece el invitado pobre de la fiesta. En la torre del Orologio se puede ver el reloj más famoso de Venecia.

Las dos columnas que desde la plaza miran a la laguna están rematadas por el león -imagen icónica veneciana- y por San Marcos.

También nosotros nos rendimos al tópico turístico y nos sentamos en la terraza del Café Florián, uno de los establecimientos famosos de la plaza, evocando la presencia de los muchos escritores, intelectuales y artistas que nos han precedido.

No pudimos ver el Puente de los Suspiros, oculto por lonas publicitarias por estar en obras, como una parte del Palacio Ducal.

El Guetto, el antiguo barrio judío, toma el nombre de la fundición que había en el lugar donde fueron confinados. Constreñidos en un espacio escaso, sus habitantes fueron edificando en altura para poder vivir: exactamente igual que sus descendientes hacen ahora con los asentamientos palestinos. Tenía yo entonces reciente mi viaje a Israel, así que la constatación de esta realidad removió alguna fibra mojada porque en el Guetto veneciano no pude evitar que se me saltaran las lágrimas.

Venezia é romantica, reza uno de sus eslóganes. Quizá la Venecia mas romántica esta en las callejuelas desiertas de sus sestiere, los barrios o distritos en los que se divide la ciudad. Nosotros paseamos totalmente solos en las calles del barrio comprendido entre l’Orto y Fondamenta Nove, el Canareggio. Varias veces nos sentamos en una terraza del campo de San Giovanni y San Polo, junto al hospital, a saborear un capuchino mientras contemplábamos la estatua ecuestre del condottiero Bartolomeo Colleoni, que, realmente, parece a punto de saltar al campo y seguir el trote.

En la primera ruta por el Canareggio llegamos a Santa María del Orto, iglesia presidida por una madona imponente, inacabada, serena. Los venecianos escriben sus deseos o sus preocupaciones y dejan las notas a la Virgen. El Colega, para no ser menos, dejó una nota en nombre de los dos, porque es sabido que los dioses -y las diosas- protegen a los buenos marxistas. Allí mismo nos ofrecieron un bono para visitar varias iglesias -entonces, nueve euros- así que continuamos el itinerario por San Polo -donde seguimos el rastro del comisario Brunetti, el personaje de Donna Leon- y Santa María dei Frari. Esta última, de la orden de San Francisco de Asís, es una edificación sorprendente, más parecida a un panteón de hombres ilustres que a una iglesia. En San Giobe, el Colega mareó al cura hasta que descubrió dónde se encontraban unas mayólicas de Della Robbia, que, en su opinión, es de lo mejor del sitio.

San Alvise es una iglesia famosa por los lienzos de Tiepolo que cuelgan en sus muros. El Colega tiene la teoría de que este artista pintaba caballos con aire gay, de largas pestañas, así que todo fue entrar en la iglesia y dirigirse a la guía para que le confirmara su teoría. La buena señora, que, sola de toda soledad, esperaba alguna visita, le atendió con toda amabilidad mientras yo -que ya conozco el percal- me dispuse a hacer fotos del lugar. Pongo el acento en su amabilidad porque el Colega no habla italiano y la guía tampoco hablaba castellano. Inasequible al desaliento, cuando, un buen rato después, me reuní con el Colega, la señora le proponía debatir sus dudas con algún profesor de arte pues ella no era capaz de aclarar sus dudas. Es una guía muy competente, admitió el Colega. Mientras él aclaraba las dudas metafísicas sobre caballos, yo había descubierto un reclinatorio propiedad de una familia de apellido singular: Familia Follador.

Al final del recorrido, cuando ya no distinguíamos a Tiépolo de Tintoretto y Tiziano de Bellini, hicimos un alto para comer en Patatina: el Colega, poco aficionado al pescado azul, pidió un plato de pescado blanco y marisco, mientras yo comía unas sardinas “saor”, riquísimas. Como siempre que salimos de casa, buscamos los restaurantes frecuentados por los naturales del lugar. Suele ser la elección más segura, excepto si nos ven cara de guiris: en la Cantina de Venecia nos tuvieron esperando una hora y nos pegaron una clavada. Menos mal que yo me había tomado media docena de ostras. Me podían quitar lo bailao. En la Strada Nuova, cerca del alloggi, comimos en el Pascualingo: mejillones, bacalao con polenta, risotto de pescado y sardinas saor. El lugar es muy confortable, máxime después de habernos pasado por agua en uno de esos días lluviosos con que también obsequia Venecia.

Cerca de San Marcos recalamos en Alla Rivetta, un local frecuentado por los gondoleros de la zona. Pelín caro, pero buena comida: legumbres a la plancha, fritura de pescado y sepia en su tinta, tiramisú y café, vino blanco y agua. Allí nos encontramos con dos parejas de españoles muy salados, a los que acabamos aconsejando dónde comer asado en Aranda.

Paseando tranquilamente nos acercamos a la Fenice, uno de los teatros de ópera más famosos del mundo. Nos conformamos con verlo por fuera. En cambio asistimos a un concierto de música en Santa María del Orto.

En la estación de Fondamenta Nove tomamos el vaporetto que conduce a Burano y Murano. El primer día nos cogió un chaparrón y tuvimos que acortar la visita. El Colega se encomendó a la Virgen del Orto para que cesara la lluvia y, parece que le hizo caso porque el tiempo se despejó y pudimos resarcimos el segundo día. El extremo norte de la laguna parece abandonado, como fijado en otro tiempo.

La isla de Burano es una alegría para la vista, con sus casitas bajas de colores y sus tiendas de labores. En Burano la especialidad son los bolillos – merletti – labor a la que tradicionalmente se dedicaban los hombres. Al parecer, ya no se dedican ni hombres ni nadie porque en las tiendas lo que menos había eran puntillas o labores merletti. Otro atractivo de la isla es su torre inclinada, por razón de la fragilidad de los suelos, pero ésta no llama mucho la atención. Primero, porque su inclinación es poca y segundo por aquí el fenómeno es frecuente. Si algún día se decidiera a caer, el riesgo es que la torre laminará a la gendarmería local.

Murano es una isla dedicada al vidrio, toda ella es una tienda contínua de objetos de cristal, algunos realmente valiosos y todos caros. La sobreabundacia agobia un poco. Me gustó ver cómo trabajaban el vidrio en los talleres, los antepasados de estos maestros llevaron sus conocimientos a los vidrieros de Mallorca, donde Gordiola mantiene la tradición del oficio. Estando en Murano es imprescindible visitar la iglesia de Santa María de Donato, románica con influencia bizantina.

De vuelta de Murano, visitamos el cementerio de San Michelle donde está enterrado el matrimonio Stravinsky y otros muchos personajes famosos. Es un lugar evocador y plácido, un sitio hermoso donde descansar para siempre.

El vaporetto atraviesa la laguna hasta el Lido, la única isla por la que circulan coches. El sol estaba nublado, lo que contribuía a acentuar su aire decadente, tan bien retratado por Luccino Visconti en su película Muerte en Venecia. No vimos a Tadzio ni a Gustav, ni falta que hacía.

En nuestros paseos por las calles venecianas muchas veces atravesamos el puente de Rialto, también visitamos el mercado y la estación de Santa Lucía, a la que habíamos llegado desde Florencia.

Un momento inolvidable, de una belleza sobrecogedora, lo vivimos en la laguna, justo cuando caía la tarde y el sol se ocultaba tras la Salute, el único de los monumentos donde no nos cobraron la visita, quizá porque estaba en obras.

Hemos de reconocer que en nuestra estancia Venecia nos obsequió con una demostración de sus habilidades. Disfrutamos del sol, pero también de la lluvia, todo en grandes dosis. Uno de los días no es que lloviera, es que se abrieron los cielos como un anuncio del diluvio. Al día siguiente vivimos el fenómeno del acqua alta, oímos las sirenas advirtiendo de ello, y en la plaza de San Marcos tuvimos que andar sobre los pasadizos elevados dispuestos para que los viandantes no se mojen los pies.

Como solemos, pegamos la obra con algunos venecianos. Los gondoleros nos parecieron amables, entre corteses y distantes, sin agobiar con sus servicios. Por entonces aún estaban irritados con las barcas a motor que, además de ser una dura competencia, contaminaban los canales.

La contaminación es uno de los graves problemas que aquejan a la Venecia actual, provocada por el enorme tráfico de buques -especialmente los grandes cruceros- y de personas. Conocer Venecia nos gustó mucho pero nos dejó un poso de tristeza. La ciudad está amenazada y los visitantes no somos ajenos a ello. Pensamos en la necesidad de reconsiderar el valor y los efectos de un turismo de masas que se mueve sin advertir las huellas que deja en su paso acelerado por lugares en peligro.

El último día nos sentamos en la ribera del Vin, en el Gran Canal, a tomar un capuchino, dejando discurrir el tiempo al paso de las góndolas y los vaporettos. Por la noche, dimos un paseo por el Gran Canal para despedirnos de la ciudad. Al día siguiente atravesamos la laguna hasta el aeropuerto. Chao, Venecia. A ella volvemos muchas veces. Mas ya, sólo con el recuerdo.
Fotos: ©Valvar

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