La iglesia del convento de San Plácido de Madrid se presenta como recién terminada, a pesar de haberse levantado en el siglo XVII. El visitante tiene suerte de poder comprobarlo porque en estos cuatro siglos ha permanecido cerrada excepto para las monjas benedictinas que lo ocupaban.


Madrid tiene escasos restos románicos, en cambio, posee un abundante censo de iglesias y conventos, casi todos plagados de consejas sobre hechos prodigiosos o sabrosas historias de amoríos. El de San Plácido reúne un poco de todo ello, además de una notable muestra de arte y artistas del siglo en que se construyó: Claudio Coello, Francisco Ricci y el mismísimo Diego de Velázquez quien pintó para este lugar su famoso Cristo.
El monasterio de benedictinas de San Plácido fue fundado en 1623 por Teresa del Valle de la Cerda, dama noble que había estado prometida en matrimonio con el protonotario de Aragón, Jerónimo de Villanueva. El novio abandonado, además de hacer también voto de castidad, financió la fundación, comprando varias casas del actual barrio de Malasaña, a cambio de la oración de las monjas y un mausoleo propio en el interior del templo. Acababa de llegar al trono de España Felipe IV y con él su valido, el conde duque de Olivares, de quien Jerónimo era amigo.

La iglesia se construyó en solo tres años, entre 1655 y 1658, según planos de fran Lorenzo de San Nicolás, prestigioso arquitecto, autor del Manual Arte y uso de la arquitectura. Este diseñó un templo de planta de cruz latina, de brazos cortos, cubierta por una cúpula encamonada. A partir de ahí todo se hizo a lo grande.




En 1668 llega Francisco Rizzi, autor de los frescos de la cúpula, distribuida en ocho sectores, con las cruces de las órdenes militares y adornos de motivos vegetales y pequeños ángeles. En las pechinas representó a cuatro santas benedictinas: Hildegarda, Isabel de Schonangia, Francisca Romana y Juliana de Mont-Cornillón.

Fragmentada en ocho sectores, presenta motivos vegetales, jarrones, elementos arquitectónicos y pequeños ángeles cuyos volúmenes y escorzos marcan la profundidad de las composiciones. El motivo central son cruces de las órdenes militares.
A Rizzi se añade Claudio Coello, quien con solo 20 años realizó el lienzo de la Anunciación o Encarnación del retablo mayor, obra de más de siete metros de alto, en la que, junto al tema central, en la parte inferior desarrolla un tratado teológico, uniendo a profetas y sibilas del Antiguo Testamento, y en la superior representó al Espíritu Santo y a los ángeles de la corte celestial, con gran colorido, un dominio sorprendente de la técnica y una novedosa iconografía.

Coello es el autor también de los lienzos de los retablos laterales, en el de la epístola Santa Gertrudis y en el del evangelio San Benito y su hermana Santa Escolástica.
Los retablos son obra de los hermanos Pedro y José de la Torre, con estructura típicamente barroca, incluido el de la Inmaculada, situada en una capilla lateral, donde también se encuentra un extraordinario Cristo yacente, el último de los realizados por Gregorio Fernández. El escultor portugués Pereira es el autor de las tallas de los santos benedictinos. A esta enorme y valiosa relación de obras se añadieron en el siglo XVIII unas pinturas de Vírgenes madrileñas de Atocha y del Milagro, obra de Meléndez. Es creencia que por aquí anduvo también Rubens, autor de un boceto para el altar mayor, que no llegó a realizar.
A los pies de la iglesia se abrió un arco por el que se accedía a la capilla del Santo Cristo del Sepulcro, donde se veneraba un Cristo yacente de Gregorio Fernández. La capilla fue destruida en las obras realizadas a principios del siglo XX, en su lugar se construyó la actual capilla de la Inmaculada Concepción, donde permanece el mismo Cristo yacente.



Tamaño museo de arte religioso quedó al alcance exclusivo de la comunidad benedictina de San Plácido y de sus ilustres visitantes, lo que pudo servir de consuelo y desagravio a las primeras residentes, envueltas en un complejo proceso inquisitorial.
En 1628, apenas cinco años después de su fundación, las monjas fueron acusadas de estar poseídas por el demonio, y su confesor fray Francisco García Calderón, de inducirlas a la herejía de los iluminados. No se libró Jerónimo de Villanueva, por ser el patrono del convento. Las monjas permanecieron cuatro años recluidas en el convento de Sto. Domingo el Real de Toledo, ajenas a la comunidad religiosa, y el confesor fue condenado por herejía a encierro perpetuo en un convento. Villanueva resultó absuelto. Una versión sostiene que en agradecimiento por esta sentencia encargó al pintor Diego de Velázquez un Cristo crucificado, que colgó del coro del convento.
En 1638 la orden de San Benito pidió la revisión del proceso inquisitorial resultando la inocencia de las monjas, que pudieron volver a su convento. En 1644 se reabrió el caso para Villanueva, resultando detenidas las obras. Muerto don Jerónimo en 1653, tomaría el relevo en el patronazgo su sobrino y homónico Jerónimo de Villanueva Fernández de Heredia, II marqués

En 1908 se derribó una parte del convento, obligando a su reconstrucción, que concluyó en 1913. En 1943 fue declarado monumento nacional.

Otra historia truculente ronda entre las paredes del convento. Se sabe que Jerónimo de Villanueva residía en una casa frente a San Plácido, en la que se había construido un pasadizo que comunicaba casa y cenobio. En esta casa se reunía el bueno de don Jerónimo con los prebostes del momento, incluido Felipe IV y el conde duque de Olivares. El rey, a quien se atribuyen una treintena de hijos extramatrimoniales, además de los diez habidos en el primer matrimonio y los seis nacidos en el segundo, era un tipo rijoso sin que distinguiera entre laico y sagrado. Así, parece que se enamoró de sor Margarita, una monja joven, que rechazaba sistemáticamente las pretensiones reales. Tanta era la insistencia del rey que las monjas tuvieron que fingir la muerte de la religiosa. Una segunda versión sobre la presencia del Cristo de Velázquez en el convento atribuye el encargo al mismo rey, para hacerse perdonar sus excesos. Allí estuvo, en todo caso, hasta que el valido Godoy se lo llevó a su palacio. Tiempo después fue recuperado y actualmente puede contemplarse en las salas del Museo del Prado dedicadas al pintor sevillano 👇. Una copia de este lienzo cuelga en el coro bajo de la iglesia.

Se cuenta igualmente que el reloj del convento, cuyas campanas tañen el toque de difuntos, fue asimismo regalo penitencial del rey. La leyenda real se narra en un manuscrito de autor desconocido que se conserva en la Biblioteca Nacional de España: Relación de todo lo suzedido en el casso del Convento de la Encanazión Benita.
Más recientemente, en 1994, el convento fue noticia al encontrarse bajo un altar los cuerpos momificados de un hombre y una mujer, datados en la época del fallecimiento de Velázquez. Ministerio de Cultura y Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid crearon una comisión para comprobar si se trataba de los restos del ilustre pintor y de su esposa, Juana Pacheco. Tras aprovechar la oportunidad para zurrarse mutua e institucionalmente, la comisión concluyó que no se trataba de los Velázquez 👇.

La comunidad fundada por Teresa del Valle de la Cerda había quedado tan disminuida y sus monjas eran tan ancianas que en 2023 la orden benedictina cerró el convento. Así es como quedó abierta la iglesia a las visitas exteriores. El visitante no avisado corre el riesgo de pasar de largo por la calle de San Roque, pues en el exterior el convento de San Plácido es tan desprovisto de ornamentación que pasa inadvertido. Lo que vendría a demostrar una vez más que no hay que fiarse de las apariencias.
Fotos: ©Valvar


