Jaén no es la provincia más visitada de España a pesar de que encierra tesoros que bien merecen ser mejor conocidos. Nosotros habíamos estado ya en un viaje apresurado del que apenas recordábamos nada, así que en el 2014, recién jubilados, decidimos volver y recorrerla con más tranquilidad.
Empezamos por Úbeda. Nos alojamos en el parador de la ciudad, habilitado en el palacio del Deán Ortega, del siglo XVI, un lugar tranquilo que ofrece desayunos y almuerzos de la tierra y un escenario para ser guardado en el recuerdo, empezando por el patio de columnas al que se ha dotado de un techo transparente.

Úbeda es una ciudad renacentista por sus monumentos, que son muchos y espléndidos, pero es sobre todo una muestra de esplendidez y de preponderancia de la sociedad civil y de utilización racional de su patrimonio.
La ciudad se asienta en el valle que forma el Guadalquivir, bajo los picos de Sierra Mágina, y es la capital de la comarca de La Loma, pues lomas son los montes que la protegen y que han dado lugar al dicho de irse por los cerros de Úbeda, el cual se sustenta en su realidad geográfica y en la leyenda.

Se cuenta que en una de las frecuentas contiendas que sostuvieron árabes y cristianos –unos lo sitúan en tiempos de Alfonso VI y otros de Fernando III- uno de los capitanes desapareció justo antes de entrar en batalla y no apareció hasta haber sido conquistada la plaza. Cuando el rey le pidió explicaciones por su ausencia, el capitán respondió con la pobre excusa de que se había perdido “por los cerros de Úbeda”. Perderse por los cerros de Úbeda quedó como sinónimo de cobardía en el campo de batalla y de andarse en divagaciones en el campo dialéctico.
Úbeda ostenta el muy disputado título de la más antigua del mundo occidental y sea o no la más antigua, por aquí han pasado oretanos, visigodos, naturalmente los romanos, que la llamaron La Betula, godos y los vándalos, que haciendo honor a su fama y destruyeron el poblado. Hasta que llegan los árabes y refundan una ciudad a la que llaman Ubbada.
En el siglo XI se la disputaron los reinos de Almería, Granada, Sevilla y Toledo y acabó siendo conquistada por los almorávides. Esta ciudad musulmana refuerza su amurallamiento y se convierte en un núcleo pujante por su artesanía y su comercio. Los siglos XI y XII vivirá en una sucesión ininterrumpida de conquistas y reconquistas, ora musulmana, ora cristiana. Los Alfonsos VI y VII la rindieron y el VIII la asoló en 1212, tras la batalla de las Navas de Tolosa, hasta que en 1233, tras largo asedio, Úbeda capituló ante Fernando III quien la hizo ciudad realenga con arciprestazgo, que era el no va más en materia de dignidades del momento. Con la capitulación evitó ser arrasada de nuevo y permitió la coexistencia de las tres culturas radicadas en la ciudad: árabes, judíos y cristianos.
Finalizada la reconquista, se abrió para Úbeda una época de pujanza económica, social y cultural que culmina en el siglo XVI, su edad de oro. Los cachorros de los linajes locales alcanzan puestos principales en la corte; también el clero y las órdenes militares mejoran sus privilegios. Simultáneamente, vecinos, la mayoría judíos o muladíes, que prosperan en sus profesiones, como boticarios, escribanos, médicos o mercaderes, conforman una incipiente burguesía. Ganaderos, labradores, pastores y militares completaban el espectro social de una ciudad que acogía a más de 18.000 habitantes.
En este caldo de cultivo coinciden en el tiempo y el espacio Francisco de los Cobos, secretario de Carlos V y hombre de gran influencia en la corte imperial, y Pedro de Vandelvira. De los Cobos acumuló a lo largo de su vida cargos y prebendas en grado superlativo, que le hicieron inmensamente rico. Una parte de esta fortuna la empleó en acumular obras de arte.
Como secretario real, había tenido que acompañar a Carlos I en sus viajes a Italia, lo que resultó providencial para Úbeda. Allí descubriría el movimiento renacentista y encontraría a Vandelvira, un cantero que estaba estudiando la obra de Miguel Ángel, convenciéndole de volver a España. Francisco de los Cobos sembró el gusto por el arte entre sus pares ubetenses y a Pedro de Vandelvira le sucederá su hijo Andrés, hombre de gran cultura y preparación técnica. Unos y otros se dedican a sembrar las corrientes humanísticas del Renacimiento y a levantar palacios a cuál más espléndido hasta hacer de Úbeda la ciudad –Patrimonio de la Humanidad- que podemos admirar. En 1526 Carlos V juró aquí mismo guardar los privilegios, fueros y donaciones que le habían sido concedidas a la ciudad.



A la colaboración de Pedro de Vandelvira con De los Cobos debe Úbeda una perla arquitectónica que es la capilla del Salvador, proyectada como panteón de la familia del secretario real, que habría de acabar su viuda, María de Mendoza y Sarmiento. No sólo los Vandelvira padre e hijo trabajaron en el Salvador, también Gil de Siloé, Alonso de Berruguete, Esteban Jamete y Francisco de Villalpando dejaron aquí su huella.


La capilla del Salvador preside la Plaza Vázquez de Molina, el epicentro monumental de la ciudad. Situarse en cualquier punto de este lugar es sentir el vértigo de la belleza absoluta, el equilibrio del Renacimiento, la armonía del horizonte, con la Sierra Mágina y los olivares infinitos como telón de fondo.


A Úbeda hay que llegar sin prisa, pasear despacio y pararse a mirar mucho. Nosotros empezamos por esta Plaza de Vázquez de Molina que es donde se levanta el Palacio del Deán Ortega. Hay que llegar avisados porque la zona es peatonal y aquí no caben despistes pues enfrente del Parador se levanta el Antiguo Pósito, donde tiene su sede la Policía. A pocos metros del hotel –en la Redonda de Miradores- hay un aparcamiento que además de ser gratuito ofrece unas magníficas vistas del valle, de los olivares y de los cerros.

Situados, pues, en la Plaza Vázquez de Molina, enfrente está la Capilla del Salvador; a la derecha, primero el Antiguo Pósito, luego el Palacio del Marqués de Mancera, la Cárcel del Obispo, sede de los Juzgados, y, finalmente, la iglesia de Santa María de los Reales Alcázares. Por la izquierda, además del Palacio del Deán Ortega, el Palacio de las Cadenas, hoy sede municipal. Obsérvese que, salvo la de Santa María, todos los edificios son civiles y, aunque goza Úbeda de otros templos, sus señas de identidad son aquéllos.


Sólo por contemplar las edificaciones de esta gran plaza, que es una lección viva del renacimiento hispano, valdría el esfuerzo de llegar a Úbeda. Sentados en ella admiramos el juego de volúmenes, la ornamentación de los palacios… y el sentido práctico de los ubetenses que han protegido su patrimonio monumental dándole una utilidad práctica a cada edificio. Me pregunto si las leyendas de emparedamientos que envuelven a la Cárcel del Obispo tendrán alguna influencia en las decisiones judiciales.
La judería ocupó el espacio entre la iglesia de los Reales Alcázares y la muralla. De la importancia e influencia que hubo de tener la población judía habla la Sinagoga del Agua, situada cerca de la iglesia de San Pablo.


La iglesia de San Pablo, que se levanta en la Plaza del 1º de Mayo, es una mezcla de estilos –románico, gótico y renacentista-. De la esquina sur de la misma plaza surgen los ecos de distintos instrumentos musicales. Es el Ayuntamiento viejo, convertido hoy en Conservatorio.

En el centro de la plaza se ha erigido un monumento en memoria de San Juan de la Cruz, que aquí vino a morir en 1591 y al que la ciudad le ha dedicado un museo, cerca de esta misma plaza.

Estamos en el cogollo de la ciudad amurallada, un cinturón de piedra en el que se abren varias puertas, todas con su pequeña historia. La más conocida es la puerta de Granada, por la que dicen salió Isabel la Católica camino de Baza, donde dijo aquello de que no habría de cambiarse de camisa hasta no conquistar Granada. Con lo aseada que ella era.

No lejos de esta puerta los viajeros, otro edificio singular: la Casa de las Torres o Palacio de Dávila, hoy Escuela de Arte, mandado construir en el siglo XVI por el alcalde y comendador Andrés de Dávalos de la Cueva. La profusión de conchas que adornan la fachada remite a la condición de caballero de Santiago del regidor. Sospecho que estudiar en un lugar como éste, hacer el recreo en su esbelto patio interior ha de ser un plus añadido a los planes docentes.



En la calle Real visitamos varias tiendas donde se venden productos tradicionales, incluido aceite kosher, lo que indica la querencia judía por Úbeda. Kosher o no, llevarse aceite no es mala idea pues ésta es la comarca aceitunera por excelencia.

La calle Real conduce a la Plaza de Andalucía. En sus inmediaciones se encuentran la Torre del Reloj y las iglesias de la Trinidad y de San Isidoro. En ese punto estábamos, con el plano de la ciudad en las manos, intentando orientarnos hacia el Hospital de Santiago cuando un hombre nos saludó confianzudamente. ¿Qué, ya sabemos dónde ir? Buceo en mi disco duro tratando de identificar al interlocutor, pues no es la primera vez que nos encontramos con un conocido en los puntos menos pensados. Pero no, no es un conocido, es un ubetense de adopción que se presta a ayudar. Nos indica el camino, nos cuenta su nostalgia madrileña y detalles de su familia y se despide amigablemente. Gracias por venir a conocer la ciudad, nos dice.

El Hospital de Santiago se encuentra algo alejado del centro histórico pero no desmerece la tradición. Situado al final de la calle Obispo Cobos, también conocida como la de las tiendas, es otra de las joyas renacentistas debidas a los Vandelvira, padre e hijo. Fue mandado construir por el Obispo Cobos para servir de hospital para pobres, iglesia, panteón y palacio. Tiene un patio central porticado con doble arcada, sustentada por columnas de mármol de Carrara. A un lado del patio se abre la escalera imperial desde la que se puede admirar una bóveda con pinturas al fresco. Las estancias del viejo hospital tienen un uso cultural: biblioteca, etc. Un ejemplo más del sentido práctico de los ubetenses.




La visita de un lugar nunca es completa si el viajero no cata los platos locales. En Úbeda, hay dos guisos que destacan: los andrajos y la perdiz escabechada, ambos con justa fama. En la provincia de Jaén se cultiva la costumbre del tapeo. Con cada bebida se acompaña una tapa sustanciosa. Con dos tapas, cenas; con tres haces una comida ligera; con cuatro vas bien servido. Nosotros, que habíamos descubierto la tradición en Linares, nos permitimos sugerir que hagan la comprobación en La Sacristía, taberna con marcas históricas en la Baja del Salvador. ¿Qué pedir?, nos preguntábamos. Mientras estudiamos la carta, el camarero deja en la mesa de al lado un plato con dos chapatas cubiertas con algo que no identificamos. ¿Qué es lo que ha servido a esos señores?, pregunto. Esa es la tapa que les voy a traer ahora mismo para acompañar a su cerveza, responde. La tapa es una tortillita de camarones.
Habíamos oído hablar de la taberna Misa de 12, que está en la Plaza 1º de Mayo y nos disponíamos a cenar de tapas, pero encontramos el local cerrado. Un grupo de jóvenes remolonea a la puerta del Instituto próximo. Úbeda debe ser la única ciudad en la que a las nueve y cuarto de una noche suave de septiembre esté cerrada la taberna y abierto el instituto de enseñanza media.

La tradición alfarera de Úbeda hunde sus raíces en su etapa andalusí pero se ha mantenido viva a lo largo de los siglos hasta el punto de que los alfareros tienen su propio barrio, al este de la ciudad. Es la ubetense una alfarería fácilmente reconocible por sus verdes y sus azules vidriados y sus filigranas como encaje, que en la memoria colectiva remiten indefectiblemente a un nombre mítico: Tito.
El patriarca de la saga fue Pablo Martínez Padilla, un artista que gozó de enorme popularidad y que murió a punto de cumplir los noventa, antes de terminar el siglo XX. Pablo, y también otros maestros alfareros de Úbeda como el Músico (Francisco Ortega) y el Guindilla (Salvador Góngora), enseñaron el oficio a Juan Martínez Villacañas y, aunque otros alfareros llevan el apelativo familiar, quiero subrayar que Juan, el Tito al que tanto admiro, es Premio Nacional de Artesanía (2006), en su primera edición.
La innovación y la tradición son valores que en esta casa se heredan con el apellido, a lo que parece. De hecho, esa conjugación es lo que salvó a Tito y a su alfar cuando la introducción en el mercado de nuevos materiales –plásticos, aceros- desterró los cacharros de barro y llevó a la ruina y a la desaparición a muchos talleres en toda España. Juan, para quien la alfarería es un “reducto donde sobreviven valores y costumbres de un mundo más austero pero también más humano”, apostó entonces por la recuperación de formas y técnicas olvidadas y por repensar la utilización de las piezas tradicionales.
Las piezas del alfar de Tito conservan las formas ancestrales que ya moldearon los griegos y luego los árabes con los dibujos y colores que durante siglos dieron fama a la artesanía ubetense y las texturas antiguas y modernas. Algunas tienen un uso específico –para guardar ajos, la sal, fruteros, botijos- pero otros tienen la única función de embellecer el lugar que ocupan. No hay que olvidar que en el arte de la alfarería confluyen los cuatro elementos de la Naturaleza: la tierra, el fuego, el agua y el aire.


Del alfar de Tito han salido no pocas de las piezas que se exhiben en algunas de las películas y series de época, como Águila Roja, o las más de 300 que se elaboraron expresamente para la película Alatriste, dirigida por Agustín Díaz Yanes y protagonizada por Viggo Mortensen, que tuvo en Úbeda también muchas de sus localizaciones.

Conocí a Tito hace cuatro décadas –el alfarero, con mejor memoria, puntualizará año, lugar y compañías- y confieso que me acercaba al alfar de la Plaza del Ayuntamiento, 12, con el temor de hallar a mi amigo retirado del oficio. Para nada, ahí estaba Tito, con su blanca melena leonada a lo Rafael Alberti, jubilado aunque plenamente activo, alegre y dicharachero como siempre y con una memoria prodigiosa. Será él quien repase la lista de los amigos comunes, algunos desaparecidos ya. Y tú, ¿qué haces?, me pregunta. Jubilada, respondo. Una periodista no se jubila nunca. Del periodismo, no pero de ir a trabajar, sí, le digo. Ah, bueno, dice, poco convencido.


Salimos de la casa de Tito con una pieza primorosa, un botijo con vidriado azul y blanco, y una campana que añadir a mi colección, regalo suyo que guardo como un tesoro. Pero sobre todo, salimos con la emoción de tanta belleza junta y la alegría de conocer que al frente del alfar se encuentra ya la tercera generación: Juan Pablo Martínez, hijo de Juan y nieto de Pablo, que en 2012 recibió el Premio Nacional de Artesanía en la modalidad Innova.



Fotos: ©Valvar y Alfarería Tito



Que maravilloso reportaje , detalles históricos muy bién narrados, apetece hacer una visita.
Una alfarería bellísima, y una acuarela final de broche que deja un buen recuerdo.
Gracias, Mery y Jaime.
No se puede hacer mejor y más ameno.
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Es una ciudad preciosa. En mi tierra los techos acristaladnos de los patios les llamamos montera.
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