Albi

Albi fue fundada en tiempos del imperio romano, con el nombre de Albiga. En los siglos XII y XIII, es testigo del desarrollo de la secta religiosa conocida como los cátaros o albigenses, originada en Toulouse. La catedral de Santa Cecilia y el palacio de la Berbie conforman la Ciudad Episcopal, declarada Patrimonio de la Humanidad.

Llegamos a Albi a media tarde, cuando ya no hay ningún monumento abierto, así que aprovechamos para pasear por la ciudad. Bordeando el palacio de la Berbie llegamos hasta el Puente Viejo, que pasa por ser uno de los más antiguos de Francia -construido en el 1040-, y fue y sigue siendo una de las vías de acceso a la ciudad, pues aún se mantiene en uso. Al otro lado del río Tarn, hasta donde se extiende la llamada Ciudad Episcopal, con el sol dando brillo a los muros rosas de sus monumentos, destaca aún más el poderío del palacio y la catedral, capaces de amedrentar al más osado.

Nos acercamos a la orilla del río con el propósito de obtener una buena vista de la ciudad y distinguimos en el agua unos peces enormes. Mientras tratamos de identificar si son barbos o carpas, lo usual en los ríos que conocemos, vemos con asombro que uno de esos bichos sale del agua y se lleva limpiamente en la boca una de las palomas posadas cerca del agua. ¿Has visto lo mismo que yo?, nos preguntamos. Sin ninguna duda. Según nos informamos después, los peces del Tarn son siluros que, entre sus hábitos, tienen los de capturar las palomas que se ponen a su alcance. Nos quedamos un rato más para ver si podíamos captar semejante hazaña pero los peces no repitieron actuación.

Al día siguiente, madrugamos y nos dirigimos a la oficina de turismo, situada en una dependencia del palacio Berbie, en la plaza de Santa Cecilia, compramos el Albi City Pass y nos lanzamos a descubrir los secretos de la ciudad, empezando por la catedral de Santa Cecilia, a la que se accede por la puerta Dominica de Florence, de finales del siglo XIV.

Lo primero que descubrimos es que se trata de un edificio de ladrillo, enorme, pero ladrillo. El segundo, que por muy catedral que sea, lo que tenemos a la vista es un castillo defensivo con todas las de la ley, con una torre campanario de 78 metros de altura.

La austeridad exterior tiene su contrapunto en la suntuosidad interior, distinta a todo lo que conocemos. Todo es aquí superlativo: con sus 113 metros de largo y 35 de ancho, se trata de la mayor catedral de ladrillo del mundo; de los frescos de la bóveda -97 metros de largo por 28 de ancho- realizados entre 1509 7 1512 se dice que son el mayor conjunto de pinturas renacentistas realizadas en Francia, se lee como una Biblia ilustrada.

Las pinturas bajo el órgano (1477-1484) constituyen el mayor Juicio Final del mundo; los órganos (siglo XVIII) son también los más grandes de Francia; un coro que es una iglesia dentro del recinto catedralicio y casi dos hectáreas de pinturas decorativas que cubren por completo el recinto sagrado.

El color azul que cubre el techo del coro es conocido como azul de Francia o azul real y en su elaboración se utilizó lapislázuli y óxido de cobre, lo que explicaría su buen estado de conservación. Es el testimonio de la fe cristiana tras la herejía cátara. Una obra maestra del gótico meridional.

El folleto que nos han dado en la oficina de turismo indica que el horario de visita es de 9 a 18,30 horas pero a las 9 en punto, cuando pretendemos acceder al coro, el vigilante nos indica que él no abre hasta las 9,30. Pues aquí dice que a las 9, le digo, mostrándole el folleto. Pues yo digo que a las 9,30, responde el buen hombre. Tengo edad suficiente para saber que no vale la pena desperdiciar energías discutiendo con un hombre de uniforme, cualquier que sea este, así que optamos por recorrer de nuevo la catedral y contemplar la réplica de la Santa Cecilia de Stefano Maderno, cuyo original habíamos admirado en la basílica de Santa Cecilia en el Trastevere de Roma. Cuando el hombre uniformado se decide a abrir contemplamos las dos salas del tesoro, con objetos de arte sacro de entre los siglos XIV al XIX.

El coro de canónigos es en realidad una iglesia dentro de la catedral. Una valla de encaje de piedra blanca le separa de la nave. Nos quedamos boquiabiertos ante tal exuberancia, obra de artistas franceses en el siglo XV, adornado con una estatuaria policromada realizada por maestros borgoñones. Dos centenares de estatuas que hacen de ella la estatuaria más importante de Francia del final de la Edad Media.

Para estar a tono, el órgano realizado por Chistophe Moucheres en el siglo XVIII es un instrumento de 16,40 metros de ancho por 15,30 de alto, tiene más de 3.500 tubos, cuatro teclados, 43 registros… Es el órgano más clásico de Francia.

Ciertamente, lleva su tiempo sobreponerse a la impresión que produce esta catedral. Para descomprimir el espíritu pasamos a visitar el palacio de la Berbie o de los obispos. Es otra muestra imponente de arquitectura militar, construido en una meseta sobre el río Tarn, lo que aumenta su aspecto de fortaleza, una afirmación del poder de los obispos sobre el poder civil. El palacio de la Berbie y la catedral de Santa Cecilia conforman un conjunto conocido como la ciudad episcopal, catalogado como Patrimonio de la Humanidad desde 2010.

Actualmente, la Berbie está ocupado por el museo Toulouse Lautrec, albigense de nacimiento, que reúne la mayor colección de obras de este pintor. La visita al palacio se completa con un recorrido por las terrazas y el jardín, con magníficas vistas.

Brujuleando por la ciudad nos asombramos ante la torre campanario de San Salvi -primer obispo de la ciudad de Albi-, que viene a ser el contrapunto de la de Santa Cecilia. Está rematado por un torreón que llaman “gachol”, algo así como mirador en occitano, pues desde aquí se vigilaba a quienes se acercaban a la ciudad.

La iglesia de San Salvi se construyó entre los siglos XI al XIII sobre la supuesta tumba del santo y es el resultado de una rara mezcolanza: piedra y ladrillo, románico y gótico. Desde el siglo XI está rodeado por un anillo de calles comerciales que se conoce como la Rueda de San Salvi.

Del claustro, con su jardín de plantas medicinales y especias, apenas queda un ala, con arcos románicos pero el conjunto tiene un gran encanto, un lugar de sosiego entre la barahúnda del entorno. Los monjes de San Salvi cultivaron en este claustro un jardín de hierbas medicinales y aromáticas. Aún ahora el Ayuntamiento mantiene una zona de plantas comestibles. Los paneles de información indican el periodo en que se puede recoger cada planta.

Al lado, a la sombra de los muros de la vieja iglesia, elegimos para comer el restaurante «Le cloître». Pido unos caracoles a la bourgiñona, que al Colega no le gustan, y un confit de pato, realmente buenos. El sigue resarciéndose de su obligada dieta blanda con un entrecot, talla XL, con las obligadas patatas fritas y una ensalada.

Aparte de la huella episcopal en la ciudad otra de las señas de identidad de Albi es el uso generalizado del ladrillo de la zona, que llaman brique foraine. En las estrechas calles de la ciudad medieval se encuentran muchas casas de ladrillo con el entramado de madera, en las casas nobles los marcos de puertas y ventanas son de piedra. En el número 1 de la calle Croix Blanche se levanta la Casa del Viejo Albi, modelo de este tipo de arquitectura tradicional.

En nuestro brujuleo por las calles de la vieja ciudad pasamos junto a la casa donde nació Henry de Toulouse Lautrec, omnipresente en la ciudad a través de sus frases que se ven en los escaparates del comercio local, y aprovechamos la visita al mercado para comprar algunas delicatessen de la zona.

Descubrimos también el Grand Théâtre des Cordeliers, obra del arquitecto y urbanista Dominique Perrault. El edificio está cubierto por una malla de aluminio de color cobre dorado. Subimos a la terraza, ocupada por un bar-restaurante, desde la que se contempla toda la ciudad, y nos tomamos una copa. El lugar se llama «La part des Anges» (La parte de los Ángeles). No se nos ocurre mejor manera de despedirse de Albi.

Fotos: ©Valvar

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