Como en cualquier viaje, cada cual llega con su mochila. La mía traía imágenes y recuerdos de un tiempo ya lejano. Tenía 21 años cuando ví por primera vez las fotografías tomadas por Josef Koudelka en agosto de 1968, los tanques rusos del Pacto de Varsovia avanzando por la Plaza Wenceslao, finiquitando la tímida apertura política intentada por Alexander Dubcek, entonces presidente de la República checoslovaca, la primavera de Praga, el comunismo de rostro humano. Traía también la imagen del joven Jan Palach, que se había quemado a lo bonzo en protesta por aquella invasión,






Mis amigos y yo discutimos durante semanas sobre el significado de aquellas imágenes, sobre las posibilidades de resistencia de Dubcek. Mis amigos y yo pertenecíamos a la categoría de los tontos útiles, según definición del gobierno franquista, los que hacíamos el trabajo de campo a los anti sistemas de la época, los militantes del Partido Comunista, para quienes la invasión de Praga supuso un desgarro absoluto. Mis amigos y yo no éramos comunistas pero los tanques aplastaron algunas de nuestras primeras ilusiones políticas y, en algún caso, quebraron relaciones personales, que no se recuperaron nunca.

De aquellos acontecimientos conservaba las fotos de Koudelka y el deseo de visitar Praga. Habían pasado cuarenta y cuatro años -toda una vida- y ahí estaba yo, en la Plaza de Wenceslao, rodeada de praguenses, alguno de los cuales, quizá, se había jugado la vida frente a los tanques rusos aquel 20 de agosto, o había asistido al entierro de Palach, que se había suicidado en esa misma plaza.



Preside la plaza el Museo Nacional y el monumento al rey Wenceslao. Cerca de él, una sencilla placa recuerda a Jan Palach, a Jan Zajic, que se incineró poco después, y a todas las víctimas del comunismo. Según nos contaron y pudimos constatar siempre hay flores frescas en este lugar, que tiene algo de sobrecogedor.


En puridad, la Plaza de Wenceslao es una gran avenida, el corazón popular de la ciudad, lugar de reunión, entonces y ahora, de los praguenses. Lo que empezó siendo un mercado de caballos ahora es una de las zonas comerciales de la ciudad, rodeada de edificaciones lujosas. El edificio donde trabajó Franz Kafka estaba ocupado por una firma de moda.

Abundaban los hoteles, los restaurantes, bares, terrazas, puestos de bocadillos, se respiraba la alegría de vivir. Nosotros paseábamos por la plaza uniéndonos a los praguenses, que aquí seguían manifestando sus alegrías y sus protestas. Tratando de comunicarnos con ellos. Las palabras nos iluminan, enriquecen nuestra vida. Las palabras de Seifert nos trasladaron a Praga antes de poner los pies en la ciudad. Las palabras de Dubcek nos señalaron que había un camino a la libertad, incluso tras la sombra de los tanques. Y ahí estábamos nosotros. Las fotos que nos hicimos en aquel lugar me devuelven un instante de felicidad.


Rendí mi particular homenaje generacional evocando un pasado que in situ se percibía muy distante. En una suerte de justicia poética, aquí se formalizó la disolución del Pacto de Varsovia, el 1 de julio de 1991. En 1993, de forma consensuada, desaparecía Checoslovaquia para dar lugar a dos naciones nuevas, las Repúblicas Checa y Eslovaca. Praga pasaba a ser capital de Checa, Bratislava de Eslovaquia. El escritor Vaclav Havel sería el último presidente de Checoslovaquia y el primero de Chequia. Ni siquiera había espacio para la nostalgia, cuando quise visitar la tumba de Dubceck resultó que está enterrado en Bratislava, en el país donde había nacido.


En Praga, en fin, hicimos las visitas obligadas para todo turista que se precie, pero nosotros no somos turistas, somos viajeros. Y queríamos conocer aquellos lugares que visitan los praguenses. Así que tomamos el funicular que sube al parque de Petrin, todo él un magnífico mirador de la ciudad. El parque tiene preciosos rincones para el descanso y está poblado de esculturas de personajes notables, entre ellos el poeta romántico Karel Hynek Mácha. En lo alto de la colina se alza una reproducción a escala de la Torre Eiffel.


Cerca hay un observatorio un poco anticuado pero abierto al público. Nos atendió un joven, encantado de que el Colega le prestara atención, y nos mostró sus tesoros científicos.






Fuera también de los circuitos turísticos encontramos un pequeño museo religioso que me pareció un encanto; se trata de la iglesia de Santa Inés – conocida como Galería Nacional de Praga-. Recomiendo una visita para apreciar las numerosas tallas, algunas de soberbia factura. Unas me parecieron románicas, pero la mayoría, góticas.




Ir sin coche tiene ventajas e inconvenientes; cuando no hay más remedio, se acude al transporte público, como hicimos. Praga tiene una buena red de metro y buenos tranvías, y el 18 te lleva al parque de Visehrad en poco más de un cuarto de hora. La zona es tranquila tanto como el centro de Praga es bullicioso.


Visehrad se hunde en la leyenda. Dice ésta que aquí vivía la princesa Libussa, fundadora y profeta del esplendor de Praga. En realidad, es un lugar algo mágico, que aúna un parque muy frecuentado por los vecinos y un cementerio de hombres ilustres.





El monumento a Libussa convive con los panteones de Dvorak, Smetana, Mucha y otros notables checos. Cerca de allí se levanta una pequeña ermita románica dedicada a San Martín y anexo al cementerio, la iglesia de San Pedro y San Pablo.

En una de nuestras andanzas por Praga el Colega entró en un urinario donde había que pagar 10 coronas. Resultó que no teníamos moneda suelta y tampoco había nadie que pudiera darnos el cambio así que se fue sin pagar. Tendríamos que volver a saldar la deuda.





