El Camino de Santiago es una sucesión continua de monumentos, de paisajes, de emociones, amén del hecho mismo de hollar la tierra que en los diez últimos siglos pisaron millones de seres venidos de todos los puntos de la rosa de los vientos.






Uno de estos monumentos, tenido como un hito de la ruta jacobea, es el convento de San Antón de Castrojeriz. En puridad, las ruinas del convento de San Antón. Añadimos de Castrojeriz porque los restos se encuentran a dos kilómetros de esta localidad, modelo de urbanismo del Camino, que cuenta con castillo propio, iglesias y buenos edificios.
El convento fue fundado en 1146 por los monjes de la Orden de San Antón, conocida como de los Hermanos Hospitalarios o, más comúnmente, Antonianos, que establecieron aquí la sede de la Encomienda General de la Orden en la Península Ibérica, donde llegó a contar con una veintena de monasterios-hospitales.
La Orden había sido fundada en Francia a finales del siglo XI por Gastón de Valloire, en agradecimiento a la curación del ergotismo de su hijo Guerín, por mediación de San Antonio Abad. A cambio, el Santo ordenó a Gastón que levantase un hospital para curar a los enfermos del mal que había contraído su hijo y le entregó como símbolo un báculo en forma de T, la tau que identifica a los Antonianos.
La organización, inicialmente laica, pasó a convertirse en orden de canónicos regulares. Su rápida propagación se debió a la devoción al santo patrón y a las habilidades de los freres para curar el ergotismo, también conocido como Fuego sacro o de San Antón.
El ergotismo era por entonces una enfermedad muy extendida en el norte y centro de Europa. Se contraía por el consumo de pan de centeno infectado por el cornezuelo, un hongo que se adhería a las espigas y se multiplicaba con la humedad, abundante en aquellas tierras. Los síntomas del mal se confundían con la lepra, el enfermo sufría grandes dolores, como si se le abrasaran las extremidades, que a veces se gangrenaban y debían ser amputadas. Los enfermos padecían alucinaciones y muchos acababan muriendo por asfixia.

Los Antonianos ofrecían a los peregrinos un escapulario con la tau, unas campanillas y una bendición, pero, sobre todo, les ofrecían pan candeal -libre de cornezuelo- y vino. Cuando el estado del enfermo así lo requería se le acogía en el hospital. Si el peregrino llegaba a deshoras encontraba alimento y bebida en las alacenas abiertas en el muro, frente a la portada de la iglesia.
La dieta y el descanso obraban el prodigio de sanar a los enfermos de ergotismo, de donde el convento fue haciéndose fama de milagroso.
La Orden de San Antón fue anexionada a la también hospitalaria Orden de Malta en 1775 y suprimida por Pío VI en 1787. En España la orden fue suprimida en 1791 a petición de Carlos III, cuando en el Convento de Castrojeriz residían 27 religiosos. Parte de sus bienes pasaron entonces a la Colegiata de la Virgen del Manzano de Castrojeriz. Con la desamortización de Mendizábal el convento pasó a manos privadas.




Lo que el viajero encuentra nada tiene que ver con aquella fundación primera. Las ruinas que tiene ante sí corresponden a la fábrica levantada en el siglo XIV, una iglesia y una hospedería en la que acoger a los peregrinos. A tenor de lo que permanece en pie debió ser un convento grandioso. Los peregrinos que siguen pasando junto a él pueden contemplar las seis arquivoltas de su enorme portada y muros muy mellados de lo que fueron sus naves.

Mi descubrimiento ocurrió hace ya varias décadas, una anochecida de otoño que el Colega quiso impresionarme. Aparcó el coche unos metros antes de manera que pudiera contemplar el contraluz que formaba el enorme arco bajo el que pasa la carretera a la ya tenue iluminación del ocaso. La imagen era, efectivamente, impresionante, la exacta reproducción de un lienzo romántico.
No me había dado tiempo a saborear el espectáculo cuando a nuestra espalda surgieron unos ladridos inquietantes. Empezaba a pensar que de allí no íbamos a salir ilesos, cuando el Colega cogió una piedra del suelo y la lanzó hacia donde venían los ladridos, gritando: ¡Fuera de aquí! Para mi sorpresa, los perros se callaron. Huelga decir que mi admiración por el Colega subió muchos enteros. Cuando acabó de ponerse el sol nos fuimos.

Volvimos poco tiempo después para verlo con más calma y ahí pude descubrir dos cosas que no percibí en la primera ocasión: que los perros no hubieran podido atacarnos porque estaban detrás de una alambrada y que el interior de aquellas ruinas eran una mezcla de establo y almacén de aperos. Mi admiración por el Colega quedó intacta -es lo que tiene el amor- pero la indignación por el estado del antiguo convento me llevó a escribir un artículo en el periódico sobre el estado de abandono de un elemento de nuestro patrimonio cultural. El propietario defendió la legalidad de su propiedad y de su negocio. Y no hubo nada más.

Tendría que pasar más de una década hasta que en 2002 el lugar volviera a servir de refugio a los peregrinos.

En las alacenas que antaño ofrecieron alimento y bebida al caminante algunos peregrinos dejan mensajes de paz, de fe o de aliento, añadiendo eslabones a una cadena que se inició hace siglos.

Cualquier momento es bueno para acercarse a Castrojeriz, pero ninguno tan hermoso como ese en que el sol declina y recorta sobre el cielo el arco gótico de las ruinas de San Antón.