El haya de Turrientes

Domingo 6 de noviembre de 2022. El día anterior hemos visto un hilo de twitter de @burgossinirmaslejos invitando a conocer un haya milenaria en el término burgalés de Turrientes.

Ha amanecido un día como a propósito y hacia allá que nos vamos. Indicamos al GPS del coche nuestro destino y así llegamos al pueblo sin problema. Tomamos el camino rural que conduce al bosque, aparcamos el coche cerca de dos vehículos de cazadores y emprendemos el camino que, según las indicaciones, nos llevará en más o menos un cuarto de hora hasta nuestro árbol.

Al poco, encontramos un edificio de buena piedra medio derruido. En una de sus paredes advierte: “Atención abejas”. Bien empezamos, me digo.

De pronto, el camino se torna pendiente, cada vez más empinada. Subo esta cuesta y nada más, le digo al Colega, porque voy ya con la lengua afuera. Venga, que se sube bien, me anima él.

No es verdad que se suba bien y, además, a lo lejos se oyen tiros de cazadores y ladridos de perros. Será una montería, aventura el Colega. Pues hemos escogido el día más adecuado para venir, respondo. Abrimos el GPS de mi móvil, indicamos “haya de Turrientes” y señala un punto no lejano de donde estamos.

El camino es cada vez más cuesta arriba, literalmente, y el Colega me propone adelantarse para ver si encuentra nuestra haya, GPS mediante. Me parece bien. Sigo andando sin perderlo de vista. A ratos los tiros y las voces de los cazadores parecen más próximos. Esto es lo más parecido al periodismo de guerra que se nos puede ofrecer ya a estas alturas de nuestra edad y en estas latitudes, me digo para ahuyentar el miedo porque acabo de descubrir un jabato muerto a la orilla del camino.

Al volver un recodo me percato de que he perdido de vista al Colega. Pues sí que va rápido, pienso, mientras yo voy a paso de tortuga. Me percato también de que llevo andando media hora pero sigo ascendiendo la cuesta hasta que me topo con una mujer joven, que viste chaleco naranja y la vestimenta propia del cazador.

¿Está usted cazando?, me pregunta amablemente, porque es evidente que no tengo ninguna pinta de cazadora. No, estamos buscando el haya milenaria y estoy siguiendo a mi marido, que me ha tomado la delantera, respondo. Es peligroso que esté aquí porque estamos en una montería, ¿no ha visto el cartel en la entrada?, pregunta. No, no lo he visto, digo. Debería volver por donde ha venido, ahora los cazadores están abajo pero si los jabalíes se vuelven es arriesgado, insiste. Tengo que advertir a mi marido, que estará más arriba, le digo. Por aquí no ha pasado nadie, pero si le veo ya se le digo yo, propone ella.

Tomo el camino de vuelta mirando atrás cada pocos pasos pero el Colega no aparece. Como se ha llevado mi móvil no puedo llamarlo. Vuelven los tiros, los ladridos y las voces, ahora muy cerca, y pienso en mi admirada Almudena Ariza. Aquí quería verla yo, con mi plumífero de ir a la compra, las botas de paseo, el bolsito bandolera y la cámara de fotos sorteando una balacera o esquivando una piara de jabalíes.

Observo ante mí unas huellas que no sé si son de perro o de jabalí pero lo que es seguro es que no son del Colega. Encuentro un palo, que me sirve de ayuda en la bajada y en caso de un hipotético ataque. Llevo casi una hora andando entre ida y vuelta.

Dejo atrás al difunto jabato. Solo me falta que sus congéneres decidan ahora venir al duelo, pienso, pero ya no se oyen disparos ni voces ni ladridos.

Justo cuando estoy llegando al punto de partida distingo al Colega, que corre hacia mí, me abraza y me besa con una emoción que me conmueve. ¿Qué te ha pasado?, pregunta. ¿Dónde te has metido?, pregunto a mi vez. He entrado dos minutos en el monte a hacer unas fotos y al salir no te he visto, creía que te habías vuelto y he bajado al coche pensando que estarías allí, al no verte he vuelto a subir, he preguntado a unos que he encontrado abajo y nadie te había visto, creí que te habías despeñado por un barranco…

Le cuento mi peripecia y nos reímos juntos. Vámonos a casa antes de que nos pasen por las armas, propongo. Ah, no, ya que hemos venido vamos a buscar el haya, que me han dicho por dónde se va.

Efectivamente, unos metros más allá nos encontramos con dos hombres que preguntan si yo soy “la señora que se había perdido”. Yo no me he perdido, aclaro, ni me he salido del camino.

Comprobamos que antes habíamos equivocado el camino justo al empezar la cuesta. (Si vais, cosa harto recomendable, recordad que el camino es llano, si cogeis la cuesta es que os habeis equivocado, como nosotros). Tomamos ahora la senda de la izquierda, caminamos sobre el lecho de un riachuelo seco y nos encontramos con una familia que saluda amigablemente al Colega. Usted debe ser la que se había perdido, me dicen cuatro de ellos. Que no me había perdido, cuatri-repito, pero ellos me miran y ríen con cara de incredulidad.

¿A cuantos has contado que me había perdido?, pregunto al Colega. A esos y a otros dos más y estaba a punto de llamar a salvamento, me dice.

Cuando, por fin, llegamos ante el haya milenaria, se nos olvidan los cazadores, los perros, los jabalíes, la cuesta y el susto. La belleza es apabullante. El lugar tiene algo de salón del trono, de escenario mágico y acogedor, ancestral, que nos enlaza con generaciones de hombres y mujeres que a lo largo de años y años llegaron a este mismo lugar, se reunieron bajo su ramaje, se apoyaron en su tronco…

Volvemos sobre nuestros pasos y nos encontramos con un grupo de tres jóvenes y una mujer de mediana edad que también buscan el haya. Tenemos que esperar a que doblen la curva para hacer la foto, esto ya es un remedo del Espolón o la Gran Vía. Deberían poner algún cartel indicador, sugiero.

Al salir a la carretera comprobamos que, efectivamente, en el inicio de camino rural un cartel advierte de la montería. Vaya par de cegatos somos.

Ya en el coche, le comento al Colega, ¿te has dado cuenta de que todos han creído tu relato de que me he perdido, a pesar de mi desmentido? Porque la historia la escriben los hombres, ahí tienes otra prueba. Lo que tú digas, me responde.

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