San Pedro de Arlanza (II)

La mayoría de monasterios se levantan en lugares de plácida hermosura, parajes bendecidos por la naturaleza con una belleza de la que emana cierto sosiego de espíritu. Es el caso de San Juan de la Peña, Eunate, Loarre, San Andrés del Arroyo, San Pere de Roda, Santo Estevo de Sil… No importa cual sea su estado de conservación, frecuentemente unas ruinas que se sostienen en pie con dificultad.

Ese principio puede aplicarse igualmente al monasterio de San Pedro de Arlanza, ubicado a orillas de Arlanza, en la Sierra de las Mamblas, protegido por altos cañones de piedra, en un valle de bosques frondosos, que en otoño se tiñen de todas las gamas de colores que una pueda imaginar. Bueno, pues a mí el lugar me pone de muy mal humor. Es volver la curva en la que se atisban sus ruinas y se me cortocircuitan las vibraciones pelágicas y noéticas de las que habla el Colega y me brota un mal talante que se me va en exabruptos contra todos los que han contribuido a convertir un grandioso monasterio en poco más que un pedregal.

Vayamos por partes. En el complicado siglo IX el valle se pobló de eremitas que buscaban la paz en las numerosas cuevas de estos cañones, quienes más tarde abandonaran su aislamiento para acogerse en un cenobio como monjes, probablemente en San Pelayo, que se alza en lo alto de un peñasco, en estado ruinoso.

San Pedro de Arlanza se levantó ya en el valle en el siglo XI, en pleno románico, sobre un templo anterior, del que acaso aprovechó sus muros laterales. Gobernando el abad Vicente, era 1119 (año 1081) hicieron esta obra Guillermo y su padre Osten, rezaba una inscripción, también perdida. Las obras se prolongaron durante siglos, favorecidas por la protección y las donaciones del propio conde Fernán González y de los reyes Fernando I de Castilla, Alfonso VII y Alfonso VIII.

En el XII se construyó un claustro también románico, igualmente desaparecido, y las dependencias claustrales, de las que solo queda, y modificada, la sala capitular. En este tiempo se traen aquí los cuerpos del conde Fernán González y su esposa doña Sancha, que habían sido enterrados inicialmente en Santa María de Lara.

Este programa constructivo dio lugar a un templo románico de planta basilical de tres naves con cuatro tramos y cabecera triabsidal. La bóveda de los presbiterios era de medio cañón y la de los ábsides de cuarto de esfera. La iglesia tenía una longitud de cuarenta metros. En el XIII se levantó parte de la torre actual, con fines defensivos, dado el precario equilibrio político de aquellos años.

En los siglos sucesivos, XV, XVI, la fábrica del monasterio sufrió importantes modificaciones. Simón de Colonia proyectó una cubierta tardogótica que supuso el recrecimiento de la cabecera y la colocación de pilares góticos en los muros laterales. El refectorio se trasladó a la panda oeste, abovedado con una compleja crucería. La torre se amplió con un cuerpo superior. En el siglo XVII el claustro románico se sustituye por el actual, de estilo herreriano, obra de Pedro Díaz de Palacios, y se construye el llamado claustro menor.

Lejos ya de sus siglos de gloria, pero en buen estado y con un buen pasar, debido seguramente a los extensos bienes que poseía el monasterio, la comunidad de benedictinos permaneció en él hasta la Desamortización de Mendizábal. El Estado puso a la venta el cenobio y sus bienes y a partir de ese momento, todo es ruina, expolio y vergüenza.

Los sepulcros del conde Fernán González y de doña Sancha, fueron trasladados a la Colegiata de Covarrubias, donde aún permanecen. El sepulcro de Mudarra, hermanastro de los Siete Infantes de Lara, se trasladó al Claustro de la Catedral de Burgos. La valiosa y gran biblioteca que ocupaba la sala capitular fue a parar a manos privadas y anónimas. Una parte no menor se perdió pero otra parte acabó en el Monasterio de Santo Domingo de Silos.

En 1890 el edificio sufrió un incendio que vino a empeorar su ya mala situación. En 1895, la puerta occidental de la iglesia se trasladó al Museo Arqueológico Nacional, a instancias de su director, Rodrigo Amador de los Ríos. La fuente que se alzaba en el centro del claustro mayor se trasladó al Paseo de la Isla de Burgos. Dos de sus campanas pasaron a la iglesia de Hortigüela, a cuyo término corresponde el monasterio. El Museo de Burgos conserva una primorosa imagen de la Virgen de las Batallas.

Las pinturas murales de la sala capitular, un conjunto de animales mitológicos, de principios del siglo XIII, atribuidas al maestro Endestens, fueron puestas a la venta y hoy se encuentran distribuidas entre el Fogg Art Museum de la Universidad de Harvard, el Museo Metropolitano de Nueva York y el Museo Nacional de Arte de Cataluña.

En 1931 la República declaró monumento nacional lo que quedaba para evitar el expolio total, lo que no impidió que los restos siguieran siendo utilizados como cantera.

En 1950 se proyectó un pantano que anegaría el valle y las ruinas de la llamada cuna de Castilla. Todavía en 1973 se llegaron a numerar los sillares de la iglesia para su traslado. El pantano de Retuerta se descartó, finalmente, y desde la Junta de Castilla y León se diseñó un programa de consolidación de las ruinas para evitar su total desaparición.

A finales de 1992 el Ministerio de Cultura ejerció el derecho de retracto para evitar que 500 hectáreas de los terrenos anexos al monasterio fueran vendidas por los herederos de Alejandro Rodríguez de Valcárcel -político burgalés, último presidente de las Cortes de la dictadura franquista- a la empresa que pretendía construir en ellos un refugio para cazadores. El propósito de esta adquisición del Ministerio era proteger el entorno del monumento.

En los últimos años, al amparo de la torre monástica, el Grupo Teatral Tierra de Lara pone en escena la obra de Lope de Vega “El Conde Fernán González”. Las representaciones se inician cuando el sol declina y las sombras de las ruinas se funden con las de los árboles del entorno, convirtiendo la farsa teatral en un espectáculo cuasi mágico.

El acceso a las ruinas monásticas se realiza a través de una portada clasicista sobre la que un caballero aplasta a un grupo de musulmanes. Hay quien lo identifica con Santiago Matamoros y quien ve en él al mismísimo Fernán González. Por encima de todos ellos asoma el pinsapo traído en 1840 desde la Sierra de Grazalema por la familia Barbadillo, uno de los compradores de alguno de los lotes puestos en venta.

Sobre las ruinas de San Pedro de Arlanza sobrevuela sin cesar un grupo de buitres. Habrá algún animal muerto en el monte, razona con mentalidad cartesiana el Colega. No quiero llevarle la contraria, pero me gusta pensar que esos que nos parecen buitres son en verdad los (malos) espíritus de los carroñeros culpables de tanto desafuero, condenados a contemplar los despojos que causaron hasta el final de los tiempos.

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