El Palacio Real de Bussaco

A nosotros nos gusta Portugal. Nos gusta su paisaje, sus monumentos, su arquitectura, su costa, sus campos, sus pueblos, sus ciudades. Su gente, sobre todo su gente, tan educada, tan ceremoniosa, tan amable. Nos gusta Portugal, en suma. Por esa razón nos la hemos recorrido de norte a sur, de este a oeste y al bies, en invierno y en verano. Pero siempre queda algún rincón por descubrir.

El año 2014 decidimos estrenarlo en Aveiro, del que ya hablaremos en otro momento, y desde allí hacer excursiones a Coimbra y Oporto. El Colega propuso pasar por Bussaco en el viaje de vuelta para conocer la Sierra y los bosques de la zona. Como encargada de la intendencia, reservé una noche en el “Palace Hotel de Bussaco”, que tenía muy buena pinta y estaba de oferta esos días.

El parque de Bussaco es una mancha boscosa de 400 hectáreas, situado en el centro de Portugal, en el término de Luso. Parece que ya en el siglo II fue refugio de cristianos, en el VI acogió una comunidad de benedictinos. Luego, el Obispado de Coimbra se hizo con los terrenos y, a comienzos del siglo XVII, los cede a los carmelitas descalzos, que fundaron aquí un monasterio y tapiaron la propiedad con un muro de 5.750 metros de largo y tres metros de altura, para aislarse del mundanal ruido. En este ambiente de sosiego, los monjes dedicaron su tiempo a cuidar el entorno, plantando todo tipo de especies vegetales endémicas y exóticas, como una evocación del Monte Carmelo, lugar de fundación de la Orden, y, por extensión, del Edén.

En 1622 los carmelitas obtuvieron del Papa Gregorio XV una bula que prohibía el acceso de las mujeres a este idílico lugar, abierto al exterior por dos únicos accesos: el de Sula y el de Coimbra. A finales de ese siglo, Catalina, reina viuda de Carlos II de Inglaterra, nacida infanta portuguesa, quiso visitar el jardín. Como estaba vedada la entrada por los accesos establecidos mandó abrir una nueva puerta, conocida desde entonces por Porta da Rainha.

En 1628 los monjes levantaron el convento de Santa Cruz, del que solo se conservan en pie la iglesia y el claustro. También construyeron once eremitorios, de los que quedan nueve, algunos en ruinas, varias capillas y seis fuentes: de San Elías, Santa Teresa, San Silvestre, Fría, del Carregal y de la Samaritana. En 1643 el Papa aprobaba una nueva bula por la que se excomulgaba a quien talara un árbol o maltratara la propiedad del monasterio.

Este sosiego fue roto por la guerra. Aquí se libró en 1810 una de las batallas de la guerra de la Independencia entre las tropas de Napoleón, mandadas por el mariscal Massena, y el ejército anglo-portugués, dirigidos por el duque de Wellington. Un monolito recuerda la victoria lusa. Aquello fue una señal de que los tiempos estaban cambiando. En 1834 Portugal prohibió las órdenes religiosas y los carmelitas tuvieron que abandonar el monasterio y su idílico entorno, cuya propiedad pasó al Estado portugués.

Cuando terminaba el siglo XIX los reyes portugueses mandaron derribar una parte del monasterio y levantar en su lugar un pabellón de caza. Lo que ellos llamaban pabellón de caza es en realidad un palacio construido en estilo manuelino, convertido en un repaso a los estilos y a la monumentalidad lusa. De este modo, la torre que remata el cuerpo central se asemeja a la de Belém, mientras que por aquí y por allá se repite la ornamentación del monasterio de los Jerónimos y los arabescos del convento de Tomar.

No menos lujoso se procuró el interior. Azulejos, esculturas y frescos hablan de los descubrimientos y conquistas del país. Las paredes se cubren con una buena colección de tapices, y en el mobiliario se funden piezas portuguesas y chinas.

Empero, los cambios no solo iban a afectar a la iglesia. La familia real solo disfrutó del palacio en una ocasión, pues en 1910 Portugal eligió ser República. El último monarca, Manuel II, llamado el Patriota, partió al exilio con su familia. En 1917 el palacio se transformó en hotel de lujo, lugar de moda, frecuentado por la nobleza y la burguesía rica del momento. En 1996 fue catalogado como Edificio de Interés Público.

La publicidad lo presentaba como un palacio de cuento de hadas en el bosque encantado… un gran viaje por el tiempo y por la historia… un refugio de paz, historia y verdor. Un poco desmesurado para una pareja de republicanos pero ese era el hotel que habíamos reservado.

Una carretera serpeante pero en buen estado nos fue internando en el bosque hasta llegar a un control vallado. El vigilante solo nos abre el paso cuando comprueba que, en efecto, tenemos reserva en el hotel. Aún tenemos que recorrer un trecho hasta que se nos aparece el palacio, tal cual lo describe la publicidad, con sus jardines y sus árboles centenarios. Nos quedamos mudos de tanta hermosura.

El interior era tal como uno se imagina que puede ser un palacio. La cortesía del personal parecía a medida del lugar. Nos dieron una habitación con acceso a una terraza enorme desde la que se veían los jardines y el parque. Sin deshacer el equipaje nos fuimos a descubrir el entorno.

Cruzaban el bosque caminos bien señalados, rincones para descansar, mesas, fuentes… En lo alto había un mirador desde el que, según nos aseguraron, en los días claros se ve el mar; no podemos dar fe porque el día estaba lluvioso. Seguimos las rutas indicadas, disfrutando de la belleza del parque, del olor de los árboles y las plantas. Hay en él árboles de la flora europea: alcornoques, encinas, hayas, lentiscos, olivos, olmos, robles y tejos; y del mundo entero: abetos del Himalaya, acacias australianas, alcanforeros japoneses, araucarias brasileñas, cedros del Cáucaso, eucaliptos de Tasmania, fresnos de Pensilvania, ginkgos biloba, palmeras de Asia, pinos mejicanos, secuoyas, tilo y tuyas americanos… A primera vista el parque parecía estar como lo dejaron los carmelitas primero, y los reyes después. Solo lo parecía, algunos edificios amenazaban ruina total. Nos cruzamos con una camioneta que iba recogiendo ramas del camino.

Volvimos al hotel cuando caía la tarde. Pasamos por el jardín que habíamos visto desde nuestra habitación en cuyo pequeño lago un cisne nos hacía cucamonas, como si también estuviera enseñado a ser amable.

Nos refugiamos en el salón hasta la hora de la cena. El comedor es el mismo salón de los banquetes reales; las lámparas de cristas iluminan su artesonado mudéjar. Cenamos opíparamente, acompañando los platos con un vino embotellado especial para la casa, digno del palacio y de su entorno.

Paseamos por una de las galerías cubiertas. La fragancia del bosque nos traslada fuera del tiempo y del espacio hasta que el canto de un búho nos devuelve a la realidad. La luna no quiere perderse la escena y pugna por escaparse de las nubes que la ocultan. ¡Qué momento, Colega! Pues estábamos en el comienzo de la función”, anoté entonces.

Mirada con detenimiento, la habitación sí parecía tal cual la dejaron su egregios propietarios. A las paredes les vendría bien una mano de pintura. Las cortinas están algo gastadas y la televisión aún es de tubo catódico. La calefacción está tan alta que hasta el Colega, que es friolero, tiene calor. Sea por el vino o por el cansancio, nos dormimos pronto.

No sé que hora era cuando me despierté sudorosa. Me reconvengo por haber cenado demasiado. Se oyen las gotas de lluvia en la terraza. El Colega duerme plácidamente. Como me he espabilado, me da por pensar en los huéspedes que se han alojado en el palacio antes que nosotros. En la terraza arrecia la lluvia y, en un momento, me parece ver una sombra que cruza delante de nuestra ventana. Igual es un alma en pena, un príncipe o algo así, de aquellos que descansaron aquí de la Gran Guerra europea, un fantasma que vaga por el palacio, me digo. Inmediatamente me corrijo, qué tonterías piensas cuando cenas de más, pero me voy acercando al Colega, que sigue en coma onírico. Poco después, creo ver pasar otra sombra y, además, me parece oír un ruido cerca de la cama. Vaya nochecita, me digo, empujando al Colega al borde de la cama.

Estaba a punto de despertarlo cuando me percato de que lo que me habían parecido sombras son relámpagos que se cuelan a través de las cortinas, que no hemos cerrado del todo. Continúa el bisbiseo, como si alguien se moviera en el baño. Me regaño de nuevo explicándome que en el baño no puede haber nadie porque la ventana da un foso, y me impongo dormirme para estar espabilada al día siguiente. A punto de obedecerme, se oye un estropicio en el baño. El Colega se levanta disparado y ambos corremos al baño. Nuestros estuches de aseo y todos sus archiperres están esparcidos por el suelo, empujados por la ventana, que se ha abierto por el agua y el viento. A punto de amanecer conseguimos dormirnos.

El desayuno es igualmente regio, servido con profesionalidad. Esto es un palacio. El sitio es precioso y todo lo demás estupendo, comenta el Colega. Tiene razón, pero pienso en mis fantasmas nocturnos y me digo que una republicana encaja regulín en un palacio.

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