Cada viaje es una aventura distinta. Partiendo de la elección. ¿Por qué elegimos ir a Ezcaray en abril de 2016? Porque habíamos visto Olmos y Robles, una serie emitida por TVE, rodada en ese pueblo riojano, protagonizada por dos guardias civiles encarnados por Pepe Viyuela y Rubén Cortada, un tipo de una guapura inexpresiva. La fotografía de la serie alentaba a conocer el lugar, pero por entonces, una bloguera querida, Pilar de Abalorios, nos había hablado maravillas de la gastronomía local. No necesitábamos más.
Ezcaray tiene a gala ser la primera villa turística de La Rioja. Motivos no le faltan. A sus once siglos de historia une su amplia oferta hotelera y restauradora y una habilidad especial para conjugar los viejos fueros, la tradición pañera y maderera y una oferta turística que abarca todo el año. Tres son sus tipos de visitantes: los de invierno, que frecuentan la estación de esquí de Valdezcaray, los de verano, que alivian los rigores estivales de sus lugares de residencia, y los que, como a nosotros, cualquier excusa les vale.



Allí que nos presentamos un soleado día de abril, buscando lugar donde aparcar el coche después de comprobar que el casco antiguo era en la práctica era peatonal. En la Oficina de Turismo nos dieron la información que necesitábamos y nos aconsejaron un itinerario a pie como de una hora. Partimos de la Plaza de la Verdura, continuamos por la calle porticada hasta la Plaza del Quiosco, seguimos por Arzobispo Barroeta y llegamos hasta el crucero de San Lázaro. Desde allí torcimos a la izquierda y enseguida llegamos al río Oja, que bajaba rápido y caudaloso por el deshielo primaveral. Atravesamos el río por un puente de piedra que llaman romano y seguimos por la ribera derecha, que, según el plano, conducía hasta la Estación Vieja, un edificio pintado de azul, que parece estar habitado por historias mágicas, acondicionado como bar y restaurante, uno de los escenarios de la serie que nos había llevado a Ezcaray.




Cruzamos de nuevo el río, tomamos la Avenida de Navarra y llegamos hasta la plaza del Ayuntamiento, que viene a ser el corazón histórico de la villa y es monumento de Interés Cultural desde 1992. Un espacio abierto flanqueado por dos edificios del siglo XVIII: la Real Fábrica de Paños, transformado en ayuntamiento, teatro y sala de exposiciones, y el edificio del Tinte, que servía de albergue.



Ezcaray cuenta con una tradición textil que se remonta al menos al siglo XVI, pero la creación de la Real Fábrica de Santa Bárbara data de 1752, dedicada a la elaboración de paños y sarguetas. Toma el nombre de Bárbara de Braganza, esposa de Fernando VI, y fue una de las mejores fábricas de España en su especialidad. Durante el reinado de Carlos III obtuvo el privilegio de Compañía General, pasando a llamarse Compañía Real de San Carlos y Santa Bárbara. En 1758 se le añadió el edificio del Tinte, conocido también como el Fuerte, que contaba con doce calderas y estaba construido con materiales incombustibles. El complejo industrial sufrió los embates de la guerra de la Independencia y acabó cerrando en 1845. Quedaban entonces en Ezcaray 29 fábricas con un millar de obreros.
Por la Avenida de Santo Domingo volvimos al centro de la villa, encontrándonos con la iglesia de Santa María la Mayor, del siglo XII, de la que nos gusta su original balconada de madera. Junto a la portada de la iglesia se alza un crucero de piedra.



Sorprende la abundancia de edificios blasonados de Ezcaray: los palacios del arzobispo Barroeta, de Torremúrquiz y del Ángel, construidos con la piedra roja propia de la zona, que casan con su caserío tradicional, bien conservado. En el paseo eché el ojo a una bufanda de las que elaboran aquí, con pinta de quitar el frío por crudo que sea el invierno. A la vuelta la compramos, para no ir cargados, sugirió el Colega.







En estas se nos había hecho la hora de comer. Nuestros amigos nos habían hablado del restaurante Echaurren, con dos estrellas Michelin, yo ya me estaba relamiendo, pero el Colega había visto de pasada una carta donde ofrecían caparrones y lomo de ciervo y no hubo manera de cambiarle de idea. Tampoco era cosa de montar un conflicto conyugal por cosa tan nimia. Comimos el El Rincón del vino y comimos muy bien, cocina tradicional en continente y contenido. Croquetas de boletus, pulpo a la brasa con careta de cerdo, caparrones, ciervo con salsa de cerezas, lomo de bacalao con salsa de hongos, ravioli de flan y helado, regados con un Marqués de Cáceres. Un mini celemín para servir el pan. ¿A que ha sido una buena elección?, insistió el Colega. Muy buena, pero la próxima no mires más cartas, vamos al Echaurren.




Antes de volver al coche damos un último paseo por el callejero ezcayarense, buscando inútilmente escenarios de la serie de televisión. No identificamos ninguno y, para colmo, encontramos cerrada la tienda de la bufanda. Tenemos que volver, a comer en tu restaurante y comprar la bufanda, propuso el Colega.

Aún no había acabado el mes de abril, cuando nos llegó un certificado remitido por la villa. Dentro, una multa “por circular por una vía contraviniendo la restricción de circulación”, hecho ocurrido a las 11:36 del día de nuestra visita. La infracción había sido detectada por una cámara. Era verdad que nos habíamos metido por una calle, que vimos el letrero de “vía peatonal” y que nos dimos la vuelta. Parece que no con la suficiente rapidez. La cosa eran 60 leuros, 30 si uno era rápido pagando. El Colega, hombre mesurado donde los haya, tiene su talón de Aquiles en el apartado correspondiente a la circulación. No es de referir lo que soltó por su boquita contra el ayuntamiento, contra el alcalde y contra toda la corporación municipal.
Le sugerí que hiciera un pliego de descargo, respondió que él ya sabía por donde se meten los pliegos de descargo, en casos como este. Llama por teléfono, insistí. Llamó. Una voz femenina recibió los restos del enfado y la amenaza de que estaba dispuesto a contarlo en las redes. Él, que por entonces no sabía lo que era un tuit. La funcionaria le pasó con el concejal de Seguridad, que resultó llamarse Alberto -creemos que Díaz-, a quien reclamó que revisaran la grabación porque él estaba seguro de no haber pisado la zona peatonal, que se volvió en cuanto vio la señal. El concejal le pidió los datos de la multa y el teléfono. Le comunicaré algo esta tarde, prometió.
Sé que no va a hacer nada, pagaré los 30 euros, pero al menos me ha escuchado y ha sido muy amable, admitió el Colega. Por raro que parezca, cinco horas después, en su móvil entró un sms del concejal Alberto. “Buenas tardes. Ya está anulada”. El Colega se quedó mudo. Te dije que Ezcaray era un pueblo modelo, remaché yo. Ya, ya, admitió. Y del PP, que lo sepas, me regodeé. Pensamos en estos concejales que están siempre a pie de obra -la mayoría-, a los que se les tienen que llevar los demonio cuando oyen generalizar sobre los políticos corruptos o inútiles.
Por mi parte, con lo ahorrado de la multa y un poco más, compré en la Real Fábrica Española de Madrid un chal de lana para mí y una bufanda para el Colega made in Ezcaray, que en invierno son gloria bendita. Lo del Echaurren sigue pendiente.

Da gusto un concejal así, te reconcilia con los ayuntamientos
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