Santa María de Piasca

El año 2020 fue un mal año sin paliativos. Aparte del dolor de las pérdidas que se llevó el covid, nos obligó a estar lejos de la familia, confinados en nuestras casas. Así que en cuanto se entreabrieron las cancelas quién más, quién menos, todos salimos disparados a abrazar a nuestros seres queridos. Disparados, en general.

El Colega llevaba un tiempo proyectando una visita a Piasca para comprobar las afinidades entre el maestro Covaterio y el Juan de Piasca de Rebolledo de la Torre. No encontramos mejor ocasión que organizar una salida a mediados de agosto, un mes que, desde que estamos jubilados, consideramos inhábil, dejando el espacio a quienes están obligados a coger ese mes de vacaciones.

Se diría que todos habíamos sentido el mismo impulso pues los hoteles de la comarca de Liébana estaban a tope. Después de mucho insistir, conseguimos una habitación en el Parador pequeño de Santillana del Mar, en el Gil Blas, ni soñarlo.

Los días que habíamos elegido resultaron ser los más calurosos del verano, pero un detalle así de insignificante no iba a rendirnos. Llegamos a Piasca a media mañana y encontramos la iglesia cerrada, sin ningún indicativo de horarios de apertura, pero era tanto lo que se nos mostraba en el exterior que nos dedicamos a contemplarlo, cotejando lo que veíamos con lo que llevábamos aprendido.

Esta pequeña iglesia que rodeábamos una y otra vez, ahora parroquia del pueblo de Piasca, acogió en otro tiempo una escuela de constructores románicos, cuya influencia se extendió por las comarcas de alrededor en lo que ahora son tierras de Cantabria, Palencia o Burgos, dejando señal de lo aprendido y de su propia iniciativa.

En los años de repoblación de estos valles a caballo de los siglos VIII y IX existió ya un cenobio. Se le menciona en 930 en una donación de Theoda y Agonti. En el 941 aparece dirigido por la abadesa Aylo, al frente de una comunidad dúplice formada por 36 religiosas y un número no precisado de religiosos, todos ellos seguidores de la Regla de San Fructuoso.

En el siglo XI, una bula papal mandaba separar los monasterios dúplices. La comunidad masculina quedó en Piasca y la femenina se trasladó a San Pedro de las Dueñas, en León. La separación duró poco pues enseguida los documentos recogen la presencia de monjas y abadesas en el cenobio, que por entonces se encontraba bajo la protección del conde de Liébana y se estaba convirtiendo en uno de los monasterios más rico e importante del Valle del Liébana, junto a Santo Toribio de Liébana.

Esta importancia obligó a ampliar la iglesia del cenobio, obras que concluirían en 1172, según refleja una lápida, en la que se mencionan al abad de Piasca, que era entonces Petrus Albus, y al maestro Covaterio, director de las obras, además del obispo de León y el abad de Sahagún, a cuya órbita pertenecía Piasca.

La iglesia fue todavía remodelada tiempo después añadiendo un claustro, hoy desaparecido, a pesar de lo cual el monasterio fue perdiendo relevancia lentamente hasta llegar a la Desamortización de Mendizábal de 1836. La exclaustración de los monjes y la pérdida de los bienes y riquezas de la iglesia redujo esta a la parroquia de pueblo que aún es. La fábrica parece bien conservada, algunos de sus canecillos y capiteles originales han sido trasladados al Museo Diocesano de Santillana del Mar, sustituidos por reproducciones de buena calidad. Es Monumento Nacional desde 1930.

Encontramos a varias personas que admiran el monumento. No nos dan los ojos para tanto como hay que mirar. Solo con los canecillos que rematan los muros norte y sur y los ábsides y sus metopas nos llevarían toda la mañana. El muestrario es enorme: hay animales reales y fantásticos de todo tipo.

El ábside central está dividido en tres paños por dos gruesos contrafuertes que en la parte superior se convierten de pares de columnas rematadas en capiteles figurados de gran belleza: uno de ellos representa el sacrificio de Isaac, el otro la Anunciación. En el paño central se abre un ventanal con arquivolta que apea en dos columnas rematadas en capiteles.

Tiene la iglesia dos puertas, la meridional, también llamada del cuerno -derivación de cornu, lado- que comunicaba con el claustro, y la que se abre a poniente, que es la portada principal, convertida en su tarjeta de presentación.

La portada sur es la más sencilla, de dos arquivoltas que descansan sobre sendas columnas rematadas en capiteles muy deteriorados. La arquivolta exterior desarrolla una decoración vegetal y la interior ofrece una colección de personajes: monjes, músicos, copistas, herreros y una pareja en actitud amorosa. Algunos expertos sostienen que se trata de una representación de los oficios del medievo, otros, que, dada la ubicación hacia las dependencias monacales, se trata de un recordatorio a los monjes de la regla monacal ora et labora.

La portada oeste está datada en 1172 y ofrece cinco arquivoltas algo apuntadas que, salvo la cuarta, ofrecen un variado repertorio ornamental. Las arquivoltas impares se adornan con motivos vegetales, la cuarta ofrece un nuevo repertorio de figuras humanas y de animales. En uno de los fustes de columna del lateral derecho se reconoce con alguna dificultad un relieve de San Miguel con el dragón. En los capiteles de este lateral, se aprecian un grifo junto a un cuadrúpedo, otro grifo entre tallos, una cesta, y lo que parece una Anunciación. En los del lateral izquierdo, un león, un basilisco, dos centauros enfrentados, dos dragones alados, una escena de cetrería y un cesto muy desgastado. En este lado cuelga la lápida fundacional del monasterio, datada el 21 de febrero de 1172.

Justo sobre la portada hay una galería de arcos ciegos que albergan las imágenes de San Pedro y San Pablo y en el centro, la Virgen María, obra muy posterior a la fábrica. El arco central apea en dos mascarones o glutones. El muro del hastial remata en una maciza espadaña con un solo hueco para la campana.

¿No se puede ver el interior?, nos preguntamos los visitantes unos a otros. Parece que no. Se nos ocurre volver al camino de acceso donde hemos visto unas casitas muy cuidadas, una de ellas con la portada llena de flores, signo de que vive alguien en ella. Llamamos y nos atiende una mujer joven, nos explica que el obispo ha dado orden de que no se abra la iglesia por causa de la pandemia (esa versión la hemos oído en otras iglesias cántabras, en Yermo, sin ir más lejos), contamos que hemos venido de lejos con el único propósito de conocer este monumento. Es verdad, hay quien ha viajado desde Castilla la Mancha. La mujer se apiada y nos abre. Que Covaterio y los compañeros constructores la bendigan.

El interior de la iglesia es de tres naves, las dos laterales más estrechas que la central, con cabeza de dos ábsides, central y meridional, pues el septentrional fue sustituido por la sacristía en el siglo XV, después de haber sido afectado por filtraciones de agua de la ladera inmediata. Se cubren con bóvedas nervadas, deudoras de la reforma posterior. Del interior, solo la cabecera está a la altura de lo que se conserva del exterior. A uno y otro lado se abren dos arquerías de arcos lobulados perfilados por chambranas apuntadas y taqueadas que se apean en capiteles figurados de magnífica labra. Estos muestran decoración vegetal, en el lado de la Epístola, con rosetas de acanto en espiral, modelo que se repite en otras iglesias cántabras y palentinas. Es admirable también el del lado del Evangelio, una Adoración de los Reyes en la que los Magos ofrecen sus regalos al Niño Jesús, de perfil, sentado en las rodillas de su madre.

En el camino hacia Santillana hacemos parada en Liébana, que está a rebosar, hay colas en los restaurantes. Encontramos acomodo en una terraza exterior, comemos y seguimos ruta. Por el camino divagamos sobre si Juan de Piasca será un discípulo de Covaterio o una sola persona o estamos ante un taller cuya influencia se extiende a Pozancos, Vallespinoso de Aguilar, incluso a Carrión de los Condes.

El Museo Diocesano de Santillana del Mar ocupa lo que fue convento dominico de Regina Coeli. Custodia algunas piezas interesantes en el primer piso y en la planta baja ha dedicado un amplio espacio a mostrar las piezas originales extraídas de Piasca y sustituidas allí por copias.

Nos alegramos de haber llegado hasta aquí de no ser porque en el Parador nos dan una habitación sin aire acondicionado, indigna de la empresa y del precio que hemos pagado, A la mañana siguiente, el Colega protesta con la mesura que le es propia, mientras yo me voy ciscando por lo bajinis en los últimos presidentes de la red de Paradores, Oscar López y Ángeles Alarcó -que a lo mejor no tienen culpa-, en quien tuvo la idea de convertir el puesto en una canonjía y en quien se aprovechó de ella.

El enfado se me pasa pronto porque antes de volver a casa decidimos hacer una visita a la Colegiata de Santa Juliana. Pero de ella hablaremos otro día.

Fotos: © Valvar

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