Braga

Braga una ciudad fundada por los romanos en el siglo II antes de la era cristiana con el nombre de Bracara Augusta, que acabó convertida en la capital de la provincia romana de Gallaecia. A los romanos les siguieron los suevos, los visigodos y los árabes hasta que fue conquistada por Alfonso I de Asturias. Su vínculo con España se rompe definitivamente con la independencia de Portugal en 1139.

Hoy es una ciudad moderna de cerca de 200.000 habitantes, con un rico patrimonio artístico, la mayoría de carácter religioso, principalmente barroco. Estamos en la “católica Braga”, pues, a pesar de los incontables cambios sociales que ha vivido Portugal sigue en vigor el axioma según el cual mientras Coímbra estudia, Lisboa se divierte, Oporto trabaja y Braga reza. Sitios donde hacerlo le sobran.

La archidiócesis bracarense arranca en el siglo III con jurisdicción sobre los obispados de la Gallaecia. Acogió varios concilios, incluido el que en el 563 condenó el priscilianismo. La tradición asegura que en el siglo VI el obispo San Martín de Braga convirtió a la tribu local de los suevos y, para evitar los nombres paganos de los días de la semana, introdujo la costumbre aún vigente de designarlos con el orden numérico tras el domingo, lunes es segunda-feira, martes, tercerda-feira y así sucesivamente.

Tras el paréntesis de la dominación musulmana resurge la archidiócesis disputando con el clero compostelano la preeminencia eclesiástica. La primitiva catedral fue destruida por el terremoto de 1135. La seo actual, bajo la advocación de Santa María, conserva una buena portada románica oculta tras un pórtico gótico del siglo XV. Es el primer monumento de la ciudad, una mezcla de estilos bastante armonizados. En su construcción intervino Joao de Castillo, arquitecto del monasterio de los Jerónimos de Lisboa. A nosotros nos gusta el airoso remate de sus torres y nos asombra la cantidad de restos que aparecen desperdigados en un patio de la catedral.

En nuestro primer viaje de 2014 llegamos atraídos por la catedral y, más aún, por el Buen Jesús y su famosa escalinata, que el Colega estaba empeñado en fotografíar, pero parece que aquel no era nuestro día. Gastamos un tiempo precioso en buscar aparcamiento, nos prohibieron hacer fotos en el interior de la catedral y me abroncaron al primer intento y, en el colmo de la mala suerte, no encontramos la famosa escalinata, más fotografiada que una miss.

Peor aún, tras preguntar varias veces y ser amablemente dirigidos, después de soslayar una enorme efigie hiperrealista del papa Juan Pablo II -que no es santo de nuestra devoción, precisamente- y de trepar por una escalera casi infinita, llegamos al santuario de Sameiro, que en nada se parece al Buen Jesús.

Cuando encontramos al fin el Buen Jesús estaba atiborrado de visitantes en un día caluroso, y cubierto de una malla por hallarse en obras. Este detalle no nos importó porque el valor artístico de la iglesia es escaso, queríamos ver la famosa escalinata barroca – un millar de peldaños- construida por el arzobispado en 1722 y finalizada un siglo después. Pretendiamos ver su perspectiva de abajo a arriba pero nos encontramos en la parte superior.

Tomamos el funicular con intención de verlo desde la base pero el trenecillo tiene su base en medio del bosque y no fuimos capaces de encontrar el arranque de la escalera ni siquiera cuando lo intentamos con el coche, siguiendo la tortuosa carretera que parte de la ciudad y culmina en la iglesia. Nos fuimos de Braga agotados y enfadados, pensando que habría de pasar un tiempo para que diéramos una segunda oportunidad a la ciudad.

Cuando hemos vuelto en enero de 2023 la fortuna estaba de nuestra parte. Aparcamos a la primera, cerca de la catedral y en uno de los pocos lugares gratis. Visitamos la catedral, que ahora permite fotos, y recorrimos el Museo Sacro.

Paseamos desde la Puerta Nueva, abierta en la muralla en 1512, aunque el arco data del siglo XVIII; seguimos el paseo por la Rua do Souto, que es la principal arteria turístico-comercial, paramos en Largo de Palacio, que fue sede de la República Bracarense, abolida por la primera reina de Portugal en 1790, doña María I; desembocamos en la Plaza de la República, un espacio con forma de embudo, ajardinada en su parte estrecha, que se cierra con un airoso edificio conocido como la Arcada.

Confiados en nuestra buena suerte, cogimos el coche en dirección al Buen Jesús, distante cinco kilómetros de la ciudad. Tomamos la carretera sinuosa con el GPS a todo meter y los ojos bien abiertos pero cuando nos dimos cuenta estábamos otra vez en la cumbre. Si todo el mundo es capaz de encontrar el arranque de la escalinata, va a resultar que somos los más tontos del continente, comento. Deshacemos el camino y, cuando el Colega está a punto de decidir que nos vamos definitivamente, vemos un pequeño espacio junto a la carretera. Para y buscamos en el plano, propongo. Para, bajamos y, cuando echamos una ojeada alrededor, vemos que estamos en el sitio justo. ¡Eureka! Naturalmente, hacemos tropecientas fotos de la escalera.

Los más devotos suben esta escalera a pie y algunos, de rodillas. Nosotros volvemos a subir y paseamos por el santuario. La mañana amenaza lluvia y apenas hay visitantes, los bares y restaurantes están cerrados, nueve años después siguen las obras, también en el funicular, ahora cerrado.

Con el corazón contento, volvemos a Braga. Encontramos aparcamiento sin problema y en la Oficina de Turismo preguntamos por un lugar donde comer. Nos orientan hacia los restaurantes junto a la Puerta Nueva, frecuentados por los turistas, pero hemos echado el ojo al Café Vianna, en la misma Plaza de la República, al que acuden los bracalenses.

El Vianna es un establecimiento fundado en 1858 que conserva un cierto aire decimonónico, como si el tiempo se hubiera detenido entre sus mesas y sofás. Nos atiende un camarero que, aparte de sugerirnos los platos de la carta que cree nos van a gustar, echa un rato de charla con nosotros contándonos historias del café y de la ciudad. Es una persona cultivada y amable, que ha trabajado en otros países europeos. Agradecemos su cordialidad elogiando la ciudad y el país. Yo estoy pensando en pedir la doble nacionalidad y que me dejen ser portuguesa, le digo. ¿Para qué quiere ser portuguesa? Todos somos europeos ya, me responde. Pido una francesinha, que es una especie de sandwich enorme típico de Oporto relleno de carne, jamón, salchichas, queso y huevo y bañado en una salsa mezcla de mayonesa y tomate. El camarero advierte que han aligerado la receta para adecuarla a las dietas modernas. Así y todo, soy incapaz de terminarla. He perdido fuelle porque la de Oporto sí la acabé.

Cuando salimos del Café Vianna el Colega propone tomarnos otro café en A Brasileira, que está al lado y, aunque no es el del Chiado lisboeta, se le da un aire. A esas horas está concurrido por gente de todas las edades que hacen tertulia de sobremesa. Nos ofrecen un buen café en una mesita con un pequeño florero con claveles blancos. A punto estoy de arrancarme con Grandola, vila morena, pero me contengo.

Al salir de A Brasileira llueve ligeramente pero vamos bien pertrechados y nos mojamos con gusto, después de haber hecho definitivamente las paces con Braga.

Fotos: ©Valvar

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