Estás de vacaciones en la Costa Brava y amanece el día nublado, ¿qué hacer? Podemos dar una vuelta por el románico de la zona, propone el Colega y yo asiento. Aceptamos el concepto «zona» con cierta amplitud y organizamos una ruta que nos lleve a conocer dos de las obras del Maestro de Cabestany en el sureste de Francia. 137 kilómetros de ida y otros tantos de vuelta.
Salimos hacia Le Boulou, pueblo francés cerca de la frontera española, que conserva en su portada una obra del artista, y desde allí nos acercamos a Cabestany, de donde partió el Maestro, quienquiera que fuese, pues nada se conoce de él. Observando que su obra se distribuye en zonas de influencia cátara, hay quien cree que pudo ser un hereje, de ahí su afán en preservar su identidad; incluso quien sostiene que se trataba de uno o varios monjes benedictinos que se diseminaron en comarcas francesas del Rosellón y el Languedoc, por el Ampurdán catalán, por el reino de Navarra y la Toscana. En total, se cifra en unas 120 obras la producción de este taller que se distingue por utilizar el mármol, por las grandes dimensiones de las manos y pies de sus figuras, el empleo del trépano para esculpir los ojos, el dominio de los planos y el tallado de los pliegues.



La firma del Maestro en Le Boulou se encuentra en el dintel de la portada de su iglesia, donde, de derecha a izquierda de quien mira, retrató la anunciación a los pastores, la Virgen y el Niño, ambos con idéntica y peculiar envoltura, el baño de Jesús, la adoración de los Reyes, la huida a Egipto, y la Virgen dormida. El interior de la iglesia guarda un retablo barroco y varias tablas del siglo XVII.
Cabestany es un pueblo, cercano a Perpignan -donde en otros tiempos los españoles iban a ver películas que en España estaban vedadas-, pequeño, pero muy aparente. Su atractivo principal es, justamente, la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles y su tímpano, debidamente señalizados para orientación de los visitantes, que corren el riesgo de errar porque el edificio es exteriormente bastante anodino. Entramos y, en medio de la oscuridad, identificamos lo que vamos buscando. Es una pieza no demasiado grande, que cuelga del arco que separa la nave central de una capilla lateral.



La oscuridad es tal que tememos no poder fotografiar la pieza que identificó al Maestro, hasta que descubrimos el interruptor que lo ilumina. Sin monedas ni gaitas, aprietas el botón y se hace la luz. La impresión nos deja sin palabras. Aunque conocíamos otras obras suyas, esto es como una tesis doctoral, tomando a la Virgen María como modelo. El tímpano se distribuye en tres escenas, a la izquierda-según miramos- María resucitada es recibida por su hijo a la salida del sepulcro, flanqueados por San Pedro y San Juan; en el centro, un Cristo en majestad, de nuevo con María y Santo Tomás, este sujetando el cinturón de la Virgen; a la derecha, la Asunción de María, que vemos en mandorla y con los ojos cerrados, llevada por los ángeles. Dentro de su sencillez, nos parece una pieza perfecta.

En la iglesia estamos nosotros solos, hemos encontrado la puerta abierta y abierta la dejamos cuando nos vamos. En el muro anexo un buzón advierte de que en caso de estar cerrada se pulse un timbre de llamada. Igualito que en las iglesias de España, comento.
De vuelta al coche, el Colega propone acercarnos a Colliure, que se encuentra a 26 kilómetros de Cabestany, a presentar nuestros respetos a don Antonio Machado. Enfilamos hacia la costa con el recuerdo de los miles de españoles que buscaron refugio en estas tierras al término de la guerra civil española y no siempre lo hallaron. Las playas de Argelès-sur-Mer son testigo del maltrato recibido por quienes huían de una muerte segura a manos del dictador y acabaron perseguidos, maltratados y muchos perdiendo la vida víctimas del hambre, del frío, de la insalubridad y de la indiferencia de las autoridades francesas.

No es el caso del poeta y su familia, que en Colliure encontraron asilo afectuoso y compañía durante el poco tiempo que les duró el exilio. Los Machado llegaban a Colliure el 28 de enero de 1939 y don Antonio murió el 22 de febrero. Tres días después fallecía su madre, doña Ana Ruiz. La lápida que cubre los restos de ambos suele tener siempre compañía, la mayoría españoles que, como nosotros, quieren honrar su memoria. En esta ocasión encontramos a dos hombres adultos, imaginamos que padre e hijo, en recogido silencio. Detrás de nosotros entra un grupo de gente más joven, están unos instantes y se van.


También nosotros nos vamos después de depositar una pequeña piedra sobre la losa del poeta. Hemos hecho idea de comer aquí pero enseguida comprendemos que no nos va a resultar fácil. Colliure es este martes 13 de septiembre de 2022 un pueblo tomado por los coches y los visitantes, lo más parecido a la Puerta del Sol en Navidad. Al fin encontramos mesa en el Restaurante La Fregate. Un joven nos pregunta qué queremos beber, el Colega pide un vino rosé -con una entonación muy francesa-, y yo una caña. Al poco, el chico viene y pregunta si quiero la caña blanc ou blonde, me extraña la pregunta y digo que blonde, por decir algo. Vuelve y deja sobre la mesa la copa de vino del Colega y una botella de un tercio y una copa para mí. Eso me pasa por no pedir champán, que es lo que me apetecía.
Pedimos una docena de ostras para compartir, rape con langostinos y verduritas para el Colega y anchoas con verduras y pan con tomate para mí. El Colega pregunta al camarero si podría traerle una aspirina u optalidón para su dolor de cabeza y le dice que sí; de una mesa próxima un señor se adelanta y le ofrece una caja de pastillas, que él se toma sin mirar. ¿Y si te da arsénico?, comento. ¿Para qué va a llevar él arsénico en el bolsillo?, responde. El camarero, sin duda por el barullo de la jornada, se olvida del analgésico.



Por lo que tardan en servirnos deducimos que han ido a por las ostras a Cancale (Breta), que tanto apreciaban los romanos. En la espera me entretengo en mirar la botella de cerveza y veo que «canya» es la marca registrada que me han servido, «la cervesa de Catalunya». Ya hemos observado en otros viajes que lo catalán goza aquí de tanto o más predicamento que al otro lado de los Pirineos. La comida es excelente, justo es reconocerlo. Damos un breve paseo por la playa, callejeamos por el pueblo, el Colega toma apuntes del castillo y volvemos al coche.

Ni el calor asfixiante ni la aglomeración serán capaces de enturbiar nuestro primer e indeleble recuerdo de Colliure y la emoción de visitar a don Antonio Machado. En aquella ocasión, hace bastantes años, entramos en una tienda a comprar unas piezas de la colorista cerámica local. La señora que nos atendió nos dijo que para Colliure era un orgullo haber acogido al poeta en el exilio y guardar sus restos. Lo dijo con tal sinceridad que nos conmovió y yo acabé llorando a moco tendido.






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